Desde que se conoció el hackeo masivo a la Sedena, hace mes y medio, han salido a la luz pública varios hechos preocupantes sobre la operación, estructura y prioridades de las Fuerzas Armadas, particularmente el Ejército. 

Entre muchas otras cosas, se ha revelado que: 

1. Hay un patrón sistemático de abuso sexual en el Ejército y las acusaciones no son atendidas de manera adecuada por el sistema de justicia militar. 

2. La Sedena realiza intervenciones a comunicaciones electrónicas y posiblemente utilice Pegasus o software similar. 

3. La inteligencia militar realiza un seguimiento sistemático a actores políticos y, como parte de ese esfuerzo, ha descubierto presuntos vínculos entre funcionarios de gobiernos estatales e integrantes de bandas criminales. 

4. En varios casos, el Ejército ha tenido información previa de ataques graves por grupos armados y no tomó medidas para prevenirlos. 

5. Se han identificado redes de tráfico de armas dentro del propio Ejército y estas incluyen el desvío de armamento de alta letalidad (granadas, por ejemplo) desde el Campo Militar número 1 en la Ciudad de México. 

Cualquiera de estas revelaciones debería ser suficiente para detonar una amplia investigación desde varios frentes: el Congreso de la Unión, la Fiscalía General de la República, la Auditoría Superior de la Federación, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, etc. Y esas investigaciones probablemente tendrían que saldarse con la imposición de responsabilidades administrativas y hasta penales para los funcionarios involucrados. 

Pero una cosa es lo que debería ser y otra cosa es lo que es. En estas seis semanas, ni una sola de las piezas de nuestro andamiaje institucional de rendición de cuentas se ha movido un ápice. Hubo un intento, encabezado por Movimiento Ciudadano, de tener una reunión en la Cámara de Diputados con el general Luis Cresencio Sandoval, pero fue respondido con el desprecio majadero del alto mando militar y sus aliados de la mayoría legislativa. 

Después de eso, nada. 

Y esa nada no ocurre en cualquier lado. La Sedena ha visto un incremento sostenido de su poder, presupuesto y responsabilidades en este sexenio. Es la agencia multiusos, a la que se recurre para atender casi cualquier arranque de la voluntad presidencial. 

Ese proceso no ha venido aparejado de controles civiles más robustos. Por el contrario, la tendencia al autogobierno se ha acentuado: por las revelaciones de Guacamaya, sabemos que la propia Sedena redacta las iniciativas legislativas que le conciernen y la Consejería Jurídica del Ejecutivo Federal sirve solo de oficialía de partes. 

Esa combinación de más poder y menos control es la receta perfecta para la degradación de las Fuerzas Armadas. Si hechos como los revelados en las filtraciones de Guacamaya no son investigados y no generan consecuencias, van a volver a suceder. Las malas prácticas se van a replicar y la corrupción se va a enquistar. La calidad de las instituciones militares se va a deteriorar irremediablemente y, con esta, su imagen ante la población. 

En ese sentido, pedir rendición de cuentas no es una agresión en contra de las Fuerzas Armadas. Por el contrario, es actuar en su favor, proteger su integridad y garantizar su futuro. De nada nos sirven instituciones militares que actúan a espaldas de la ley con independencia de los controles democráticos. 

Guacamaya tiene que tener consecuencias. Por el bien de todos, empezando por los propios militares. 

alejandrohope@outlook.com Twitter: @ahope71

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