La pasada no fue buena semana para el gobierno de la República. 

El país enfrentó una epidemia de eventos de alto impacto, distribuidos en buena parte del territorio. La cadena de malas noticias arrancó el martes en Jalisco y Guanajuato, con los bloqueos e incendios provocados que discutí en esta columna el viernes pasado. Luego vinieron los atentados indiscriminados en contra de población civil en Ciudad Juárez, con un terrible saldo de 11 muertos. Y la semana cerró con ataques incendiarios en contra de unidades de transporte público en varios municipios de Baja California.

Para el sábado, la narrativa dominante en medios y redes sociales era la de un país al borde del caos. Incluso voces cercanas al gobierno empujaron esa versión al propalar teorías sobre una presunta conspiración de la “derecha”, en contubernio con varias bandas del crimen organizado.

Y sí, es difícil no ver la semana con mirada de conjunto e interpretar los hechos violentos como parte de una red interconectada o como manifestaciones de un fenómeno gigante con alcances nacionales.

Pero eso deja de lado las especificidades locales de cada una de estas conflagraciones. En el Bajío o en Juárez o en Baja California, hubo detonadores particulares, resultado de dinámicas de conflicto no necesariamente trasladables a otras geografías. El incendio de Oxxos en Irapuato, los ataques a balazos contra civiles y la quema de autobuses en Tijuana tuvieron en común el calendario, pero no mucho más.

Para entender lo sucedido, hay que recuperar las características locales de cada uno de los hechos y no meter todo en una categoría amorfa como “narcoterrorismo” o similares. 

En Juárez, los ataques indiscriminados en contra de la población tuvieron al parecer una doble lógica: 1) generar caos para facilitar ataques dirigidos en contra de personas específicas, y 2) “castigar” a las autoridades por su presunto respaldo a otra banda. Pero se dan en un entorno de enorme violencia estructural (Ciudad Juárez tuvo una tasa de homicidio de 100 por 100 mil habitantes en 2021) y en medio de una escalada homicida. El número de víctimas de homicidio doloso en esa ciudad fronteriza se duplicó entre diciembre y julio. 

En el Bajío, fue algo distinto. Como discutí en mi columna del viernes, allí parece haber sido una respuesta táctica a un intento fallido de captura de unos presuntos dirigentes del Cártel de Jalisco Nueva Generación. En ese contexto, contaba más (desde la perspectiva de los delincuentes) la extensión y la simultaneidad de los ataques que su letalidad. Quemar muchos Oxxos era suficiente para crear el nivel de confusión deseado y facilitar la fuga de los líderes.

Por último, en Baja California, los ataques al transporte público parecen haber estado conectados a prácticas de extorsión. Probablemente hayan estado precedidos por semanas, si no es que meses, de presiones al gremio transportista en ese estado.

A todo esto, le faltan muchos detalles. Pero sirve para ilustrar un punto: no hay una respuesta única a lo ocurrido la semana pasada. No cedamos a la tentación de imponer una solución nacional uniforme a problemas muy distintos y muy locales.

Y menos si esa solución nacional es más presencia federal en las calles y más institucionalización del control militar sobre la seguridad pública. Dado el carácter aleatorio de los ataques en los tres casos, esa es la peor solución posible. Ni usando todo el Ejército y toda la Marina alcanzaría para proteger cada esquina.

Más bien, se requeriría más investigación criminal y más conocimiento local. Y eso es lo que no promueve y no facilita la narrativa del caos nacional. 

alejandrohope@outlook.com
Twitter: @ahope71


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