El presidente de México pretende que la nueva sección en la conferencia de prensa matutina supuestamente dedicada a examinar la labor de la prensa sea vista como un bien intencionado ejercicio de rendición de cuentas, algo inocente, casi didáctico. No lo es. La sección no se llama “quién es quién en el periodismo” sino “quién es quién en las mentiras”. La descalificación de origen revela la vena vengativa que anima la dinámica. Tampoco se trata de un diálogo, mucho menos de un debate. Aunque el resultado se habría parecido a un tribunal, la Presidencia podría haber extendido invitaciones a los periodistas que sentaría en el banquillo para que pudieran defender su labor. No lo hizo. Aquí no hay diálogo o “derecho de réplica” de la Presidencia: hay descalificación desde el poder.

La nueva sección de la mañanera no es un análisis objetivo, ya no digamos imparcial. Como varios colegas documentaron casi de inmediato, el ejercicio estuvo lleno de mentiras sobre las supuestas mentiras. Pero no solo eso. Al salpicar su análisis de inferencias y sospechas sin sustento, la encargada de la nueva sección se alejó del periodismo para caer –ella sí, y de qué manera– en la dinámica de la teoría de la conspiración. El ad hominem contra el periodista no es un análisis serio del trabajo del periodista, al menos no en una democracia.

Al final, el resultado es el que siempre ha sido. No se trata de analizar al periodismo o criticarlo en buena lid, aunque nada de eso corresponde al presidente de un país, y menos en los términos planteados. Se trata, eso sí, de la enésima reiteración de que los periodistas no ejercen un oficio legítimo: son antagonistas que conspiran contra el poder.

El ejercicio autoritario obliga a dos preguntas urgentes. La primera es evidente. ¿Qué pretende el presidente de México al escalar su confrontación cotidiana con el periodismo? No busca construir una mejor prensa, eso está claro. Lo que quiere, en realidad, es distraer. Aunque en público repita sin cesar otra cosa, el presidente sabe que su gobierno no ha ofrecido los resultados que desea. No lo ha hecho en salud ni en seguridad. Mucho menos en la batalla contra la pobreza. Ni siquiera ha logrado rescatar Pemex, piedra angular de este viaje nostálgico en el que ha metido a México. Para maquillar esa mediocridad, el presidente necesita antagonistas. Andrés Manuel López Obrador ha sido, desde hace décadas, un maestro del victimismo: un perseguido universal y eterno. Ese papel –sin sustento en casi todos los episodios de su larga carrera política y ciertamente sin sustento ahora– le permitió mantenerse vigente después de dos derrotas electorales y, finalmente, ganar la presidencia de México. Ahora, cuando enfrenta el lento ocaso que supondrá la segunda mitad de su gobierno, el presidente necesita enemigos. ¿Quién mejor que la prensa?

La segunda pregunta es más importante, y no solo para los periodistas. ¿Cómo responder a la puesta en escena semanal? En las horas posteriores a la primera edición del “Quién es quién…”, conversé con cinco colegas destacados, directores de medios en México y el exterior. Coincidieron en que la única respuesta es insistir en el ejercicio del oficio. ¿Vale la pena combatir la agresión, desmentir la descalificación o aclarar la calumnia? Para los aludidos, será difícil evitarlo (y uno supone que nos tocará a todos, tarde o temprano: a mí ya me ha tocado, aunque no en este formato). Pero hacerlo sería caer en el juego de la distracción, echar más humo a la cortina que le conviene al presidente. La respuesta, entonces, está en hacer más y mejor periodismo que se concentre en lo que realmente importa: no en la labor de quien examina al poder sino en los resultados que arroja el poder. Si antes de la sección orwelliana, los periodistas ya teníamos la obligación de poner al gobierno de López Obrador (y cualquier otro) bajo la lupa, ahora la tenemos mucho más. Ante el ataque al periodismo, más periodismo. No hay de otra.

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