Sin duda la pandemia ha hecho aún más evidentes problemas coyunturales de la educación en México: brechas de acceso a las tecnologías, desigualdad en la calidad de la enseñanza, currículos sobre cargados, precaria formación docente, y esto en el marco de una perspectiva dominante centrada en el cumplimiento de indicadores externos, la eficiencia y en el formalismo de lo curricular (Díaz-Barriga Á., 2020, Ducoing, 2020). En este panorama ha quedado claro, (entre otras muchas cosas que en este texto no discutiré), que no importa si estamos en modo presencial, virtual o híbrido, los procesos burocráticos y sus formatos son constantes en el contexto de la práctica educativa. Una práctica donde pareciera que el deber ser prima sobre el ser y estar con el otro, aun cuando este lo pide a gritos como ha sucedido en la pandemia.

De hecho, Compañ (2020) señala que en el transcurso de la pandemia se ha ido intensificando el trabajo docente alrededor de cargas administrativas, burocráticas y simulatorias, como parte de “una lógica que obedece al control técnico del trabajo docente” (p. 107). Agrega que “pareciera que es prioridad el cúmulo de actividades administrativas y que lo pedagógico es una simulación” (Compañ, 2020, p. 107). Esto no es algo nuevo, pero si muy alarmante, por lo menos para mí.

Ya me contaba una profesora en una investigación que realicé en el 2019, sobre que uno era el formato que le pedían para la planificación y otra su libreta donde ella se sentía libre de acomodar sus ideas y conversar con la realidad de sus clases. En su caso realizar ambas cosas implicaba un trabajo desgastante, no visibilizado, ni remunerado y que hacía de su docencia una experiencia agobiante.  Como si se tratara de dos realidades diferentes, una que responde a los formatos, y otra lo que realmente sucede en su aula. Por si esto no fuera muy preocupante, en términos del desgaste que implica para algunos docentes, algunos otros se quedan en esta realidad de los formatos, en lo simulado, en el formato a entregar, en formulario que llenar.

Con esto no busco desacreditar la importancia de la sistematización de la práctica, porque eso sería hablar de algo diferente, que también falta hace. Lo que busco señalar es que aquellas prácticas viciadas en la formatitis en las que sigue atrapada la vida escolar, nos hacen dejar de lado el corazón de la educación. Ese que está en las personas y en esa conversación que se genera en las clases diarias entre lo que le sucede a cada alumno y lo que sucede en el mundo, entre lo que el profesor tiene para compartir y aquellas necesidades singulares de sus estudiantes. Una conversación que vale la pena atender, sobre la que realmente hay reflexionar y desde la cual y para la cual hay que tomar decisiones todo el tiempo. Decisiones que requieren de un tiempo valioso, que las y los docentes no tienen. Estas decisiones que se dan en el espacio del aula no son procesos meramente mecánicos y encapsulables en formatos o procesos estándar, y muchas veces requieren ser tomadas de forma inmediata sin necesidad de pasar por pasos de control innecesarios. Pasos burocráticos, vale la pena decir, que para mí reflejan a su vez falta de confianza y perpetúan un margen mínimo de autonomía para uno de los actores principales de la educación como lo son los docentes.

A estos docentes, y también vale la pena de incluir aquellos actores que tienen puestos más directivos en las escuelas, se les escapa la vida educativa llenando formatos y haciendo protocolos que muchas veces no responden ni si quiera a los objetivos para los que se crearon, y sirven más bien como cortinas humo que tapan lo que realmente sucede. Insisto la pandemia ha dejado claro que hay muchos aspectos de la vida formativa de los estudiantes a los que no les hemos estado poniendo atención desde hace muchos años, y que hoy por hoy frente al regreso a clases y las viejas y nuevas cargas administrativas, siguen sin ser incluidas como foco principal de los asuntos educativos que deberíamos estar atendiendo.

La revalorización docente que esto implica y a la que hemos sido llamados con la pandemia, en medio de la burocratización de la educación, parece seguir en la dirección de mejorar las prácticas docentes en función de cumplan de que estos con las instrucciones fabricadas de forma externa y no en el desarrollo de su criterio para asegurar la pertinencia y relevancia de lo que ellos enseñan. Quisiera cerrar con esta idea, no para quedarnos en un juicio sin salida, sino para invitarlos e invitarme en este regreso hibrido a clases a pensar la revalorización la docencia no solo más allá de los muros como la pandemia nos ha enseñado sino también en términos del papel privilegiado y ineludible que tienen los docentes como intermediarios de la educación. Cuya misión no está en el llenada de formatos de lenguajes ajeno ni en el cumplimiento de cargas administrativas, sino que está en palabras de Pinar (2006) en la “reconstrucción intelectual la esfera pública y privada” (p.6).  Dentro un espacio de intercambio con los alumnos que es suyo, que es a donde pertenece y que “constituye simultáneamente una plaza cívica y un aula” (p.6).

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