La presidenta Sheinbaum sigue marcando su distancia con su mentor López Obrador. A Adán Augusto López y Andy López Beltrán, “hermano” e hijo del expresidente, los encerraron en un corral. Les quitaron el lugar de privilegio en la primera fila del Zócalo y los pusieron atrás de unas vallas, en segunda fila. Cuando la presidenta pasó frente a ellos, los saludó de lejos. En cambio, con los gobernadores, que estaban en primera fila, se detuvo uno a uno hasta para la selfie. En el discurso, el mensaje fue duro: “Los conservadores quisieran que olvidáramos cómo se vivía antes: presidentes rodeados de lujos, gobiernos alejados de la gente, fortunas construidas al amparo del poder público. Pero eso se acabó, porque en este México nuevo, la honestidad no es la excepción, es la regla. Y quien traicione al pueblo, quien robe al pueblo, enfrenta la justicia”. No debió sorprenderles. Un día antes, al conmemorar el aniversario de la Marina Armada de México, expresó: “lo contrario a la honestidad es la corrupción, la cual debe verse siempre como lo que es: una traición a todos los valores. La corrupción es deslealtad… la vida de quienes servimos al pueblo y a la patria exige valores profundos, no lujos superfluos. ¿De qué sirve el dinero mal habido si con él se pierde la reputación y el legado?”. El misil a Andy y Adán no podía ser más claro.
La presidenta ya se alineó ante AMLO. En el aniversario de su toma de posesión, con el Zócalo lleno para ella, decidió dedicarle los primeros seis minutos de su discurso a López Obrador. Lo exaltó, lo aduló, lo enalteció casi como héroe patrio y, en quizá el mayor de los arrojos, defendió también sus obras inútiles/carísimas como el AIFA, el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas y hasta Mexicana de Aviación. No hubo en la presidenta un aroma siquiera de deslinde, distanciamiento o diferencia. “Se han empeñado en separarnos, en que rompamos, pero eso no va a ocurrir, porque compartimos valores”, remarcó. El mensaje más importante no fue lo que dijo, sino lo que no dijo: los dos logros más grandes de su gobierno estuvieron ausentes en el discurso. No habló de que su administración desmontó el acto de corrupción más grande de la historia —la red de huachicol fiscal que operó en tiempos de AMLO— ni de que ya desactivó a La Barredora, el cártel que se volvió gobierno (también en tiempos de AMLO). Tampoco habló de Omar García Harfuch. Agradeció por nombre a los secretarios de Marina y Defensa por los éxitos en el combate a la violencia, pero no mencionó a quien —todo mundo sabe— es el estratega de seguridad, tal vez porque —todo mundo sabe— López Obrador detesta a Harfuch (y encima, a él le atribuye impulsar las dos investigaciones que han fracturado el legado obradorista y han puesto a las puertas de resultar indiciados a su “hermano” y a su hijo).
O quizá un punto medio. Que la presidenta esté mandando un mensaje a Palenque de que el pleito no es con él. Que él siempre tendrá un lugar de privilegio. Y que no se tome personal lo demás. Que los suyos que están en la mira se lo tienen bien ganado. Que no manche su prestigio al defenderlos. Y en dado caso, ahora el balón estaría en la cancha de López Obrador.
Pero sobre todo, falta ver los hechos. Porque la saliva no pesa tanto.
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