“Me preocupa el televisor. Da imágenes distorsionadas últimamente. Las caras se alargan de manera ridícula, o se acortan, tiemblan indistintamente, hasta volverse un juego monstruoso de rostros inventados”, escribió Jaime Sabines hace más de medio siglo, en un poema que con nostalgia nos recuerda ese tiempo en el que veíamos en la televisión y a través de ella un mundo que parecía decadente y dirigido al caos. El poeta, igual que muchos intelectuales y filósofos contemporáneos a él y posteriores a su tiempo, temían que aquel aparato luminoso, que congregaba familias enteras frente a su pantalla, suplantara la conversación, el silencio y el pensamiento, consecuentemente llevaran a una incultura e ignorancia que nos volviera dóciles al control de las masas y las grandes corporaciones.
Hoy, ese antiguo miedo tiene otro rostro y otro brillo. Ya no es el televisor el que ocupa el centro de la sala, sino el celular el que habita el centro de nuestras manos, se filtra en nuestras rutinas y se convierte en el fin de la existencia vivir conectados para sentir.
Pasamos del mueble inmóvil al dispositivo portátil; de mirar juntos una pantalla a vivir cada uno dentro de la suya. No me mal interpreten, no es que antes fuera mejor, pero el temor de George Orwell de un objeto que nos vigilaba en todos los espacios, desde los más privados de nuestro hogar, a un dispositivo que nos acompaña en cada momento, incluso y quizá sobre todo en los más íntimos como el baño parece haberse vuelto realidad.
Diversos escenarios se han complicado con la adicción a las pantallas que es una de las más preocupantes en nuestros días, entre las muchas instituciones afectadas, las escuelas, una vez más, son el escenario donde esta preocupación toma forma. En distintos países -y México no es la excepción- crece el debate sobre la prohibición del uso de celulares en las aulas. Lo que comenzó como una medida para evitar distracciones, hoy se apoya también en razones de salud mental, desarrollo cognitivo y convivencia social.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido sobre los riesgos de la exposición temprana a pantallas. Estudios recientes muestran que el uso excesivo de dispositivos digitales en la infancia se relaciona con retrasos en el desarrollo del lenguaje, afectan la memoria, la atención y las habilidades sociales, además de aumentar los índices de ansiedad, insomnio y aislamiento. Lo que parecía una herramienta de acceso ilimitado al conocimiento se convirtió, paradójicamente, en un obstáculo para el pensamiento profundo, la capacidad crítica y la interacción humana, tres condiciones fundamentales para la acción colectiva organizada, la capacidad de hacer acuerdos y la posibilidad de identificar alternativas para la convivencia pacífica.
Ante este panorama, algo curioso ocurre: un regreso a lo básico. La opción por los llamados dumbphones (en contraposición con los smartphones), teléfonos sencillos que solo permiten llamadas y mensajes. No es nostalgia tecnológica, sino una búsqueda de salud mental, una manera de desconectarse del ruido, de alejarse del algoritmo que nos conoce mejor de lo que nos conocemos nosotros mismo, del impulso constante de mirar una pantalla que nunca se apaga y que igual que el síndrome del miembro ausente, incluso en esos breves instantes que no lo tenemos encima podemos sentirlo vibrar en nuestro muslo, como si estuviera en la bolsa que acostumbra.
No es intención de este artículo ahondar en la forma que debe utilizarse el celular, muchos expertos han profundizado en la necesidad de utilizarlo como una herramienta educativa bien orientada, que enseñe a buscar, comunicar y crear, no solo a consumir, pero de nada sirve sí no hay antes una educación emocional, si no se forma en hábitos y valores que promuevan el autocontrol y la consciencia para tomar mejores decisiones.
Cuando la pantalla del teléfono móvil se enciende la voluntad se apaga, el temor de aquellos que levantamos la vista del celular, e igual que el esclavo que logra salir de la cueva en el mito de la caverna de Platón, que descubrimos que hay una realidad más allá de la ilusión de las imágenes que alguien ha elegido por nosotros y nos hace creer que nosotros escogimos, el mayor temor es que el celular apague la atención, la empatía y la presencia, que en esa interacción, lo único inteligente que quede sea el dispositivo. Estamos a tiempo de decidir cómo queremos convivir con él.
A mi padre, como al poeta les “preocupa el televisor”, a nosotros nos preocupa el celular. Tal vez el miedo, en el fondo, es el mismo: que olvidemos mirarnos a los ojos, reconocer a los otros y reconocernos en los otros. La diferencia es que hoy tenemos más información, más conciencia y, por tanto, mayor responsabilidad. El futuro no está en apagar las pantallas, sino en encender la luz natural de nuestra inteligencia para vivir con lucidez. No se trata de prohibir, las prohibiciones son medidas paliativas, temporales y precautorias, sino de aprender a ser dueños de nosotros mismos o cualquier objeto que poseemos terminará volviéndose nuestro amo.