Desde épocas antiguas el tipo de alimentación que los humanos hemos practicado ha dependido de forma directa del medio ambiente que nos rodea, pero hoy más que nunca la producción masiva de provoca un gran desequilibrio en esta sinergia, que está siendo sumamente difícil de revertir y que nos está pasando factura.
Los primeros humanos (cazadores-recolectores) se movían hacia zonas en las que pudieran encontrar alimento para sobrevivir y continuar su camino. Sus dietas estaban compuestas de raíces, frutos, semillas y algunos animales de caza. En ese entonces, la vida humana se podía dar gracias a las bondades del clima y de la naturaleza. Con el paso del tiempo, hubo múltiples avances y modificaciones dietarias, la principal de ellas el asentamiento humano y la domesticación de vegetales (especialmente cereales como el maíz, el arroz o el trigo) y animales, que propiciaron dietas más completas, variadas y disponibles.
Otro cambio importante en esta relación aparentemente equilibrada y benévola se dio durante la revolución industrial, época en la que hubo gran posibilidad de conservar y aumentar la producción de los alimentos a gran escala y mecanizar algunos procesos; el ser humano empezó a asegurar un poco más su alimentación retando a los cambios climáticos propios de las estaciones del año.
Actualmente, y derivado de la globalización, la dieta moderna y la sobreexplotación de los recursos naturales para la producción principalmente de carnes, el ser humano ha puesto en grandes aprietos a la naturaleza y al equilibrio medioambiental, además de haber roto por completo ese pacto implícito que en un primer momento permitió el desarrollo de los primeros homínidos y de la evolución hasta el Homo Sapiens.
Lo cierto es que la dieta moderna, principalmente en grandes áreas del occidente del planeta, no solo se caracteriza por constituirse de grandes porciones de alimentos industrializados y ultraprocesados, sino por una gran disponibilidad de calorías, azúcares, sodio y grasas (lo que también pone en riesgo nuestra salud y nuestra vida), un gran uso de agua, sobreexplotación de los suelos, deforestación, pérdida de la biodiversidad y contaminación excesiva por la cantidad de plásticos utilizados en el envase y embalaje de los productos. Cabe mencionar que aún esta sobreproducción de alimentos no ha resuelto ni el hambre ni la desnutrición. ¿Eso es realmente lo que queremos?
A continuación comparto algunos datos de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, de las Naciones Unidas) que en la publicación de su Anuario Estadístico 2024, pone de manifiesto cómo nuestro consumo alimentario está impactando directa y negativamente al medio ambiente y a la vida humana:
La producción de alimentos ha seguido aumentando, aunque en el mundo hay entre 713 y 757 millones de personas subalimentadas.
La tasa de obesidad en adultos sigue creciendo a nivel global, lo cual implica que la oferta excesiva de alimentos no se traduce en productos saludables y nutritivos.
La producción de carne aumentó en un poco más de 20 años (2000 – 2022) en un 55%. Diversas fuentes mencionan que para producir un kilogramo de carne se requieren entre 15,000 y 24,000 litros de agua (lo que implica crianza y alimentación del ganado, y el procesamiento de la carne hasta su venta); además, el 54% de las emisiones de gases con efecto invernadero se le atribuyen a la ganadería mundial.
Por otra parte, la ONU (Organización de las Naciones Unidas) reconoce que el alto uso de plásticos, entre ellos los utilizados como envase para los alimentos y bebidas que consumimos, contribuyen a la crisis climática y a la contaminación de nuestro ecosistema.
¿Puede nuestra alimentación restablecer el equilibrio entre el humano y la naturaleza? Sin duda este es un gran reto, que no se puede abordar desde lo individual, sino que debe planearse y ponerse en marcha a partir del trabajo de los actores gubernamentales, las empresas, los sectores agrícola, educativo, de comercio y de salud y claro, las voluntades comunitarias, familiares e individuales que por su puesto que suman y van contagiando positivamente hacia los cambios que necesitamos para también preservar nuestra salud.
No se trata de desaprovechar los años de evolución que ha tenido nuestra dieta, sino que se trata de poner todo en su justa medida: disminuir el consumo de carnes y aumentar el consumo de leguminosas (frijol, lenteja, chícharos, etc.) y semillas (cacahuates, nueces, ajonjolí), así como de verduras y frutas; preferir alimentos locales y de temporada, de esos que se venden en los mercados y no en las grandes cadenas de alimentos; preferir agua natural sobre bebidas procesadas como refrescos o jugos; cocinar en casa; pensar antes de comprar si el envase que contiene al alimento se puede reutilizar o reciclar y si vale la pena pagar el sobreprecio que el plástico provoca a cambio de un uso instantáneo; comprar a granel, llevar bolsas reutilizables y preferir productos sin envase plástico; rescatar ingredientes y recetas tradicionales mexicanas; además, podemos planificar comidas, aprender a conservar los alimentos y evitar desperdicios.
Cada acción suma y contribuye al cuidado planetario, ¿podrías implementar alguna de estas propuestas en tu plato diario para vivir mejor?