En este mundo que cada vez es más competitivo y está lleno de etiquetas, es durante las actividades extracurriculares donde muchas personas descubren, desarrollan y afirman quiénes son o quieren ser. Lejos de visualizarse como un simple complemento al currículo académico, lo extracurricular se ha convertido en un espacio de libertad, exploración y construcción de identidad.
Cuando entramos a la preparatoria, llega el torbellino del tiempo y la edad que nos hacen preguntarnos: “¿qué voy a hacer? ¿qué voy a estudiar? ¿en qué soy bueno o buena?” y quisiéramos que apareciera alguien que mágicamente nos diera la respuesta a esas interrogantes (y a muchas más que nos caen en ese proceso al que llamamos madurar). Pero la realidad es que nadie, más que nosotros mismos, tenemos que resolver las incógnitas que se nos van presentando.
Las clases tradicionales — como matemáticas, historia, química— ofrecen una base sólida de conocimientos, pero no siempre permiten que los estudiantes se expresen tal como son. En cambio, actividades como el teatro, los deportes, la música, el voluntariado o los consejos estudiantiles ofrecen oportunidades únicas para conectar con pasiones personales, con valores aprendidos, con talentos escondidos o con causas que interpelan a un nivel mucho más profundo.
Varias son las preparatorias que dividen los grupos en área de especialización y el alumnado elige, con base en los gustos y afinidades, a cuál dirigirse. Que si eres bueno dibujando, si te gusta curar personas, las matemáticas son tu fuerte… en fin, temas o materias donde hay mayor “comodidad” para cursarlas. Y entonces tomas optativas que tienen estas características donde aprendes o refuerzas habilidades que te interesan o te gustan. Pero también, de manera transversal, están todas esas otras actividades que los mismos espacios escolares ofrecen.
Y es por eso que participar en una actividad extracurricular no es solo un pasatiempo, es una declaración: “esto me importa, me representa.” Por ejemplo, una joven que forma parte de un grupo de danza folklórica no solo está aprendiendo coreografías, sino que también está conectando con su herencia cultural de raíces profundas. Un joven que lidera un club ambiental no solo está cuidando árboles, también está forjando su compromiso con el futuro del planeta y las especies que lo habitan. Lo extracurricular, por ende, funciona como un espejo en el que las personas se ven reflejadas con mayor claridad y nitidez, sin las presiones del rendimiento escolar o las calificaciones por cumplir.
Además, estas actividades permiten explorar identidades múltiples. En un aula, un estudiante puede sentirse encasillado como “bueno en matemáticas” o “malo para biología”, pero en el escenario de un club de debate puede descubrir que tiene voz, argumentos y poder de persuasión. Es precisamente en estos espacios alternativos donde se desafían y modifican las etiquetas impuestas y se amplían las posibilidades del “quién soy” y el “hacia dónde quiero ir”. Y así, poco a poco, se responden las preguntas que se plantean al inicio de este periodo escolar.
En tiempos donde se habla tanto de salud mental, pertenencia y autenticidad, no podemos ni debemos seguir viendo
y promoviendo lo extracurricular como un privilegio o una pérdida de tiempo. Son espacios formativos, vitales y profundamente humanos. Por eso es que fomentarlos, financiarlos y valorarlos es apostarle a una sociedad más diversa, empática y genuina.
Porque al final, ser parte de algo más allá del salón de clases —de un equipo, un colectivo, un escenario o una causa— no solo construye currículum, construye identidad.