La evaluación dentro del proceso de aprendizaje es, muchas veces, un tema controversial. Me atrevería a decir que es la parte menos favorita tanto de profesores como de estudiantes. Quizá esto se deba a que solemos asociarla con una calificación, o porque con frecuencia se reduce a lo cuantitativo, dejando de lado la evaluación formativa, que tiene una función orientadora. Esta forma de evaluar permite mejorar la comprensión de los estudiantes y, al hacerlo, también impacta positivamente en los resultados cuantitativos. Además, casi siempre la evaluación va del docente hacia el estudiante. Rara vez se fomenta que los alumnos se autoevalúen o evalúen a sus profesores. Sin embargo, invertir esa dinámica también puede ser formativo.
En la Ibero Puebla, hacia el final de cada periodo académico, se invita a los estudiantes a evaluar a sus docentes. Conocemos los resultados al concluir el semestre y esta información es muy valiosa: nos permite identificar áreas de mejora y también reconocer fortalezas que contribuyen al aprendizaje de nuestros alumnos. Entre los comentarios suele haber frases que motivan y reconfortan, pienso que el esfuerzo invertido en la planeación, las estrategias didácticas para lograr los objetivos de aprendizaje, el desarrollo de competencias y las diversas formas de evaluación realmente vale la pena. También hay observaciones no tan favorables, pero igual de importantes, porque nos ayudan a reflexionar y crecer como docentes. En ambos casos, lo más significativo es que hoy el maestro también es evaluado, y esto forma parte del proceso de aprendizaje tanto para estudiantes como para quienes enseñamos. Se rompe así con la lógica tradicional de un solo sentido, y se abre paso a una evaluación bidireccional.
Reconocer este cambio de papeles como parte del proceso formativo implica asumir que, cuando los roles se invierten, también se aprende. ¿Qué aprendemos los profesores cuando los estudiantes nos evalúan? En mi experiencia, nos permite vernos desde otra perspectiva, más allá de nuestra propia percepción o de la evaluación institucional. A veces descubrimos aspectos que no habíamos notado: tal vez cómo explicamos, cómo usamos el tiempo, qué tan accesibles o empáticos somos. Esta retroalimentación nos impulsa a desarrollar una escucha más abierta y menos defensiva, una habilidad tan humana como profesional. Gracias a esta mirada externa, podemos ajustar nuestras estrategias didácticas, el ritmo de nuestras clases, los instrumentos de evaluación o la incorporación de herramientas tecnológicas. En ocasiones, los comentarios de los alumnos también nos reconectan con el sentido profundo de nuestra vocación. Hay evaluaciones que no solo critican, sino que agradecen, reconocen e inspiran.
¿Y qué aprenden los estudiantes cuando evalúan a sus maestros? Evaluarnos les hace conscientes de que su voz cuenta, pero también deberían aprender que esa voz debe usarse con responsabilidad, ética y sentido constructivo. Por eso, lo ideal sería que no solo evaluaran al final del periodo académico. Existen múltiples herramientas tecnológicas que podemos incorporar desde el inicio del curso, con indicadores claros para recabar retroalimentación anónima a lo largo del semestre. Esto les permite practicar la crítica fundamentada y el diálogo respetuoso. Al reflexionar sobre cómo enseña su profesor, el estudiante también se mira a sí mismo: cómo aprende, qué necesita, cómo se relaciona con el conocimiento. Además, cuando evalúan dejan de ser receptores pasivos y se convierten en cocreadores del proceso educativo. Evaluar al profesor es, en sí mismo, un acto formativo que los prepara para ejercer una crítica respetuosa en otros ámbitos de la vida.
Tanto estudiantes como profesores debemos reconocer que evaluar no es atacar, sino aportar; y que escuchar no es ceder, sino crecer. Cuando la evaluación se convierte en un diálogo respetuoso entre quienes aprenden y quienes enseñan, todos ganamos. Evaluarnos mutuamente no es perder autoridad, es ganar perspectiva. Es reconocer que enseñar y aprender son caminos entrelazados, que requieren humildad, apertura y voluntad constante de mejora. En este sentido, la evaluación entre estudiantes y docentes no solo mejora la práctica docente o el rendimiento académico: fortalece el tejido humano que sostiene toda experiencia educativa.