Escrito por: Mtro. Flavio Everardo, Profesor Investigador, Licenciatura en Tecnología y Producción Musical Escuela de Humanidades y Educación

¿En qué momento dejamos de guardar los recuerdos en álbumes de fotos y empezamos a subirlos a la nube? ¿Cuándo pasamos de grabar casetes a pedirle a una plataforma que elija por nosotros la canción perfecta para este momento? La transición fue tan gradual que casi no la notamos. Pero un día despertamos en un mundo donde los algoritmos saben más de nuestras rutinas, gustos y deseos que muchas de las personas más cercanas a nosotros.

Esa pregunta —“¿cómo llegamos hasta aquí?”— no es solo tecnológica, sino profundamente humana y tampoco fue un accidente. Lo analógico representaba el mundo tangible: cintas, papel, vinilos, álbumes, cartas. Lo digital trajo velocidad, almacenamiento y la promesa de libertad. Pero con la nube dimos un salto mayor: confiamos —y regalamos— nuestros recuerdos, documentos e ideas a servidores lejanos, invisibles, donde la información dejó de pertenecernos por completo.

A partir de ahí, cada acción cotidiana comenzó a dejar un rastro digital. Las fotos que subimos, los correos que enviamos, las búsquedas que realizamos o las rutas que seguimos para llegar más rápido a nuestro destino se convirtieron en datos. Y esos datos —aparentemente inocentes— son el alimento que permitió el surgimiento de las inteligencias artificiales contemporáneas.

La Inteligencia Artificial (IA) no es nueva. Desde mediados del siglo XX, visionarios como Alan Turing soñaban con máquinas capaces de razonar y aprender. Dentro de ese campo amplio y diverso surgió una rama llamada aprendizaje automático (Machine Learning), y su evolución llamada aprendizaje profundo (Deep Learning). A diferencia de los sistemas basados en reglas fijas, estas técnicas permiten a las máquinas aprender directamente de los datos mediante redes neuronales. Gracias a ello, hoy pueden generar texto, imágenes, música e incluso sintetizar voces.

Pero estas inteligencias no aprenden solas: aprenden de nosotros. De nuestros textos, voces, imágenes y comportamientos. En otras palabras, somos sus maestros silenciosos. Lo que hoy llamamos IA es, en gran medida, una síntesis de la inteligencia colectiva que hemos entregado sin darnos cuenta. Cada “acepto los términos y condiciones” es un pequeño contrato donde cedemos fragmentos de nuestra vida digital a cambio de comodidad, personalización o entretenimiento.

Y no es que compartir o usar tecnología sea algo negativo. La historia del progreso humano es también la historia de nuestras herramientas. El problema surge cuando olvidamos que toda herramienta transforma no solo lo que hacemos, sino lo que somos. Si antes la fotografía nos enseñaba a mirar, hoy los algoritmos nos enseñan —o nos dictan— qué mirar. Hemos desplazado la frontera de la intimidad hacia lo público. Lo que antes era privado —nuestras conversaciones, emociones o intereses— ahora circula en plataformas que convierten la experiencia humana en datos procesables. Ese volumen de información permite que hoy en día, las máquinas produzcan contenidos que imitan la creatividad humana.

La educación tiene aquí un papel crucial. El verdadero desafío de esta era no es tecnológico, sino ético. No se trata de dejar de usar redes o aplicaciones, sino de reconstruir nuestra conciencia digital para comprender qué compartimos y por qué lo hacemos. Formar ciudadanos que entiendan el valor de la información, que sean críticos frente a los algoritmos y responsables con los datos que generan o entregan a cambio de unos likes. Lo impresionante de esta revolución no es solo la capacidad de las máquinas, sino a mirarnos en un espejo y preguntarnos: ¿qué parte de nuestra humanidad estamos dispuestos a digitalizar? ¿Y qué parte queremos preservar fuera del algoritmo?

Al final, la inteligencia artificial no escribe el futuro por sí misma: lo escribimos nosotros, con cada clic, cada palabra y cada imagen o audio que subimos al mundo digital. Entender cómo llegamos hasta aquí nos permite tomar decisiones más conscientes sobre hacia dónde queremos ir. El futuro no depende solo del desarrollo de nuevas inteligencias artificiales, sino de cómo elegimos convivir con ellas. Tal vez lo más humano sea aquello que no deba convertirse en dato. Y esa elección comienza con una pregunta simple pero poderosa: ¿Qué más regalamos —sin darnos cuenta— cada vez que compartimos algo en línea?

Nota: La Inteligencia Artificial (IA) es un campo amplio de la computación que busca que las máquinas realicen tareas que normalmente requieren inteligencia humana. Dentro de ella, el Machine Learning o aprendizaje automático es una subárea que permite a los sistemas aprender de los datos sin ser programados explícitamente. Y dentro del Machine Learning, el Deep Learning o aprendizaje profundo utiliza redes neuronales con muchas capas para reconocer patrones complejos. En resumen: IA > ML > DL. Lo más popular hoy en día (ChatGPT, Midjourney, Gemini, Claude, etc.) pertenece a la categoría de Deep Learning, pero la IA abarca mucho más.

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