El desarrollo local enfrenta desafíos complejos: desigualdad, cambio climático, falta de acceso a servicios básicos y exclusión social. Frente a este panorama, las juventudes no solo son protagonistas del cambio, sino también agentes esenciales para la innovación pública. Su capacidad para cuestionar paradigmas, generar ideas disruptivas y aprovechar tecnologías emergentes está transformando las dinámicas tradicionales de gobernanza.

De acuerdo con Mulgan (2006), referente en innovación social, los jóvenes aportan una perspectiva fresca y menos limitada por las estructuras burocráticas, lo que les permite desarrollar soluciones adaptadas a las necesidades locales. Ejemplos de este enfoque se encuentran en laboratorios de innovación pública como el Danish Design Centre o el desaparecido MindLab en Dinamarca, que demuestran cómo los gobiernos pueden trabajar con las juventudes para diseñar políticas y servicios más efectivos.

En el caso de México, el Tecnológico de Monterrey, Campus Puebla, está trabajando para generar transformaciones significativas que mejoren el bienestar ciudadano y creen valor público de forma sostenible. Si bien, para que esto sea posible, es esencial un entorno que motive a los sectores público, privado y social a explorar soluciones creativas, adoptar herramientas novedosas y colaborar para resolver desafíos comunes. Por ende, la innovación pública no solo se trata de tecnología o nuevas ideas, sino también de integrar a actores externos al gobierno en el diseño de políticas públicas. Hilgers e Ihl (2010) definen la innovación pública abierta como un proceso que conecta a ciudadanos, empresas y organizaciones en la creación de valor público, mientras que Mergel y Desouza (2013) destacan el “citizen sourcing” como un enfoque donde la ciudadanía es el eje central de la transformación, trabajando junto con el gobierno.

En nuestro país, las juventudes están demostrando su potencial en ciudades como Guadalajara, Mérida y Puebla, donde lideran proyectos de presupuestos participativos, urbanismo y anticorrupción. Sin embargo, para que estas iniciativas realmente trasciendan, no basta con escuchar a los jóvenes. Es necesario garantizar su participación activa en todas las etapas de los procesos, desde el diseño hasta la evaluación, para construir comunidades más resilientes, sostenibles e inclusivas.

Como explica Mazzucato (2018), el progreso no sucede por inercia: requiere inversiones audaces y colaborativas. Esto implica que los gobiernos asuman tres desafíos fundamentales: impulsar un crecimiento “inteligente”, basado en la innovación; fomentar un desarrollo “sostenible”, con estrategias responsables con el medio ambiente; y promover un modelo “inclusivo”, que reduzca las desigualdades sociales.

Innovar en políticas públicas también implica transformar la forma en que los gobiernos interactúan con la ciudadanía, involucrándola de manera activa en la creación de soluciones para problemas complejos (OCDE, 2024). Las juventudes enfrentan barreras estructurales como la falta de espacios para la toma de decisiones, la exclusión de procesos de desarrollo sostenible y una percepción limitada sobre su capacidad de incidencia.

Por tanto, si queremos ciudades resilientes, sostenibles e inclusivas, no podemos relegar a las y los jóvenes al papel de observadores. Incorporar a las juventudes desde las etapas iniciales de los proyectos e innovaciones es esencial para avanzar hacia comunidades más resilientes, sostenibles e inclusivas. Su participación debe trascender el nivel consultivo para convertirlas en protagonistas de los procesos de diseño, implementación y evaluación. Este enfoque permitirá consolidar estructuras inclusivas que valoren y aprovechen su talento y capacidades.

Es momento de apostar por su liderazgo y creatividad, integrando a las juventudes como actores clave en la construcción de soluciones innovadoras que respondan a las necesidades de sus comunidades. En ellas, reside la clave para transformar el desarrollo local en una plataforma de innovación global.

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