Esto ya se venía comentando desde hace varios meses, pero ahora hay un anuncio oficial: la Sedena no solo va a construir algunos tramos del Tren Maya, sino que lo va a administrar una vez que concluya la obra.

En una entrevista con El Financiero, Rogelio Jiménez Pons, director general del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur), señaló que “vamos a conceder todos (los tramos) al Ejército” y que “exactamente (las ganancias serán para los militares, no para el erario): ya no dependerían del erario las pensiones y otras cosas.”

Esta idea de convertir al Ejército en actor empresarial es pésima. No tiene una racionalidad económica y su lógica política es francamente peligrosa para el futuro de la democracia en México.

Ya he hablado de este tema en otras ocasiones, pero vale la pena reiterar los argumentos:

De acuerdo a lo señalado por Jiménez Pons (y antes por el propio presidente López Obrador), las utilidades del Tren Maya irían directamente a la Sedena y se destinarían a financiar las pensiones y jubilaciones del personal militar. Hay, por supuesto, un pequeño problema: ¿qué pasa si no hay utilidades? ¿Las pérdidas tendrían que ser cubiertas por los pensionados y jubilados militares? ¿Se descontarían del presupuesto de la Sedena? ¿O más bien se le cargarían al presupuesto general del gobierno federal? Yo apostaría por lo último. En esa circunstancia, no habría muchos incentivos para la eficiencia en la empresa ferroviaria, la cual se volvería adicta a los subsidios.

Si se vuelve permanente y extensa la actividad empresarial de las Fuerzas Armadas, crecerán sus vínculos con actores económicos. Como administradores de un tren turístico, entrarían en contacto con centenares o miles de contratistas, pequeños, medianos y grandes, que hoy no tienen vínculo alguno con la Sedena. Cada una de esas interacciones multiplicaría las posibilidades de corrupción en el Ejército, poniendo en riesgo la integridad y la imagen de las Fuerzas Armadas.

La opacidad presupuestal y administrativa de la Sedena es legendaria. Se puede escudar, más que cualquier otra dependencia (con la excepción de la Semar), en argumentos de seguridad nacional para limitar el acceso a la información pública. Y a esa dependencia se le quiere dar el control de un activo sobre el cual va a haber una exigencia enorme de transparencia.

Encargar la administración de un megaproyecto como el Tren Maya a la Sedena es la ruta a la politización de las Fuerzas Armadas. De hecho, es el objetivo. Según Jiménez Pons, “que el Ejército se encargue de este negocio, nos garantiza muchas cosas y particularmente que no se privatice”. Esto ya lo había sugerido el presidente López Obrador cuando habló del tema hace algunas semanas: se trata de que “no haya la tentación de privatizar”. Dicho de otro modo, se busca que, si un futuro gobierno decide (por la razón que sea) vender o cerrar el Tren Maya, enfrente la oposición de las Fuerzas Armadas. Es decir, se pretende que el estamento militar se involucre activamente en asuntos de política económica, a la manera de Paquistán o Egipto. Desde la óptica del presidente, es una manera de crear una salvaguarda de largo plazo para lo que considera su legado. En ese sentido, su lógica es impecable. Pero desde la perspectiva del control democrático sobre las Fuerzas Armadas, lo que se está proponiendo es suicida.

En resumidas cuentas, el gobierno quiere meter al Ejército al juego político y volverlo el garante transexenal de su legado, así esa herencia se componga de pérdidas millonarias y devastación ambiental. Es una apuesta peligrosísima. 


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