Hace una década, el Departamento de Justicia anunció que las autoridades estadounidenses habían desmontado una conspiración de las Guardias Revolucionarias iraníes para asesinar al embajador de Arabia Saudita en Estados Unidos, poner una bomba en un restaurante en Washington, y hacer lo propio en la embajada saudí y la de Israel en Buenos Aires.

Para llevar a cabo tan desdeñable plan, los agentes de Irán habrían contactado a unos presuntos integrantes de los Zetas y les habrían ofrecido un millón y medio de dólares por todo el paquete. Para su mala fortuna, uno de los Zetas seleccionados resultó ser informante de la DEA, el cual los delató con las autoridades estadounidenses.

Esta historia es casi risible. El agente iraní encargado de la misión era claramente un incompetente: no se tomó la molestia de investigar nada, antes de contarle sus maléficos planes a unos perfectos desconocidos.

Pero, por ridícula que parezca la historia, este era un tema que, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, las agencias estadounidenses se tomaban muy en serio. La posibilidad de una conexión entre terroristas islámicos y bandas del narcotráfico en México era un escenario que se discutía en la comunidad de inteligencia de Estados Unidos y a veces se asomaba en las conversaciones con las contrapartes mexicanas.

Salvo casos aislados, como el de la conspiración iraní o la presencia de un supuesto agente de Hezbolá en Tijuana, nunca se materializó nada cercano al vínculo temido. Por razones bastante obvias: las bandas delictivas mexicanas no tenían (ni tienen) nada que ganar en una relación con un grupo terrorista. En cambio, tendrían mucho que perder: los pondría en la mira ya no solo de la DEA y el Departamento de Justicia, sino de todo el aparato de inteligencia de Estados Unidos.

Pero la simple discusión del tema alimentó los instintos conspiranoicos de un sector de la derecha estadounidense. En algunos rincones del internet extremo pueden hallarse múltiples historias (falsas) sobre (inexistentes) campos de entrenamiento de ISIS en Chihuahua o vínculos (imaginarios) entre Al Qaeda y el Cártel de Sinaloa. Y no es asunto de algunos ultraderechistas marginales: la conexión narcoterrorista fue uno de los elementos centrales de la propaganda de Donald Trump a favor de un muro fronterizo.

El asunto ha venido bajando de perfil en años recientes, básicamente porque no ha habido algún evento real que alimente la narrativa. Pero eso podría cambiar en las próximas semanas.

El triunfo talibán en Afganistán probablemente reavive la discusión sobre el combate al terrorismo en Estados Unidos. El nuevo régimen afgano ha declarado que no piensa permitir el uso de su territorio para ataques en contra de terceros países. Habrá que ver qué tanto quiere o puede cumplir esa promesa. Pero en lo inmediato, la comparación con la situación previa a 2001 va a ser inevitable.

A esto se va a sumar el vigésimo aniversario de los ataques del 11 de septiembre. Por una temporada, el tema del terrorismo va a ocupar un lugar central en la agenda pública estadounidense. Es posible que los republicanos, con miras a las elecciones intermedias de 2022, busquen mantener vivo durante un buen tiempo. Y en ese entorno, es muy posible que resurjan las teorías sobre vínculos entre narcos y terroristas.

Esto es mala noticia para México. Podría dificultar la reapertura plena de la frontera, cerrada parcialmente desde el inicio de la crisis sanitaria, además de obligar a un endurecimiento de la política migratoria mexicana. Peor aún, le daría municiones a la derecha trumpista.

Mala cosa para una relación bilateral que no pasa por su mejor momento.

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