Una de las obligaciones primordiales de un gobierno es preparar al país para el futuro. Orientar la economía hacia metas y apuestas relevantes. Educar a la juventud para enfrentar los retos siguientes. Tratar de prever, hasta donde sea posible, los desafíos de la historia. Por definición, un gobierno eficaz es un gobierno que mira hacia delante. Lo contrario es estéril y, en muchos casos, contraproducente. En estos tiempos, lo es mucho más. La humanidad enfrenta una difícil coyuntura, hecha aún más complicada por la pandemia. Como han dicho expertos como Yuval Harari o, en otro momento, Ray Kurzweil, el mundo debe prepararse para lidiar con, sobre todo, dos factores disruptivos: el cambio climático y la consolidación de la inteligencia artificial que traerá, entre muchas otras cosas, la automatización del trabajo.

La pandemia ya ha ofrecido un adelanto de los cambios radicales que vendrán. El confinamiento ha obligado a reconsiderar dinámicas laborales y ha modificado el paisaje urbano. En los próximos años, las modificaciones serán más severas y constantes. No solo eso: serán ineludibles. Aunque el planeta se oriente a detener decididamente el cambio climático, los estragos del calentamiento global ya están aquí y cada vez serán más evidentes. Tendrán consecuencias globales, empezando, por ejemplo, con la migración. El arraigo de la inteligencia artificial cambiará el mundo todavía más. Por eso no es una exageración decir que, en muchos sentidos, la prioridad de los gobiernos del mundo debería ser disponer a sus respectivos países para esa realidad distinta que ya está aquí y será mucho más compleja en los años siguientes.

Algunos gobiernos han comprendido ese compromiso con el futuro. En Estados Unidos, el presidente Biden ha sumado a su plan de infraestructura varios proyectos ambiciosos cuya intención es preparar al país para lo que viene: mejorar radicalmente el acceso y calidad de banda ancha, acelerar la transición hacia los autos eléctricos y un considerable etcétera. Biden, pues, ha decidido mirar hacia el futuro.

En México, por desgracia, ocurre lo contrario.

Lo que sucedió con el presidente de México en la cumbre climática de la semana pasada es, para empezar, una muestra de la falta de curiosidad intelectual y elemental diplomacia de López Obrador. Pero también es un ejemplo de algo más grave. El discurso del presidente revela su ceguera de los retos del futuro y la responsabilidad mexicana en el contexto internacional y, peor aún, de las consecuencias de esas variables futuras para el país en sí. 

Por razones que solo él conoce, el presidente López Obrador insiste en una nostalgia improductiva que, de no modificarse, condenará a México a perder el futuro. López Obrador tiene derecho a pensar que la salida para México es volver al campo, a la construcción de caminos con las manos y al trapiche. Tiene derecho a creer que hay vuelta atrás para el fin del petróleo y las energías no renovables. Tiene derecho a la obstinación. A lo que no tiene derecho es a imponer al país esa terquedad.  

Y no se trata de un asunto político ni ideológico. No en este caso. No tiene caso discutirle al futuro ni mucho menos intentar modificarlo por decreto. El mundo va hacia donde va y el tren ya está en marcha. Mientras, por prescripción de su presidente, México deambula sumido en la nostalgia, otros países se preparan –y preparan a los suyos– para el complicadísimo escenario que viene.

El presidente todavía está a tiempo de abrir los ojos y comprometerse con el futuro. Por desgracia, se antoja improbable. Como ocurrió con la pandemia, López Obrador parece interpretar los desafíos de la historia como simples obstáculos inconvenientes. A pesar del coronavirus y sus terribles costos, no modificó un ápice el rumbo de su proyecto. Y no lo modifica porque, para el presidente, lo único que importa es su proyecto, su supuesta transformación, su México muy particular: “como anillo al dedo”. Pero, para mala fortuna de López Obrador, el virus no entiende de narcisismo en el poder y, aunque el presidente no quiera darse cuenta, el futuro tampoco entenderá de voluntarismos mágicos. México pagará tarde o temprano las consecuencias de la terquedad y la ofuscación de su presidente. Para entonces, la presidencia de López Obrador habrá terminado. Pero su legado, y su lugar en la historia, estará claro. 

Twitter: @LeonKrauze

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