La novedad de la resurrección de Cristo ha sido manifestada de manera conmovedora por San Nicolás (Velimirovich), teólogo serbio y “confesor de la fe”, deportado por los nazis a Dachau. Asistió a la celebración pascual en Jerusalén: “Nos reunimos y finalmente nuestras esperanzas se cumplieron. Cuando el patriarca cantó “Cristo ha resucitado”, nuestras almas quedaron aliviadas, también tuvimos la impresión de haber resucitado de entre los muertos. De repente, por todos lados, estalló, como el ruido de muchas cascadas de agua: ¡Cristo ha resucitado! Gritaron los griegos, rusos, árabes, serbios, coptos, armenios, etíopes, todos, los unos detrás de los otros, cada quién en su propia lengua, según su propia melodía. Al salir el oficio cuando despuntaba el alba, miramos todos la luz de la gloria de la resurrección de Cristo y todo nos parecía diferente, mejor, más expresivo, más glorioso. Es solamente a la luz de la Resurrección que la vida recibe un sentido”. Zica no vio cosas nuevas, sino las mismas de otra manera.

Los cristianos ortodoxos insisten: la Resurrección es el fundamento más firme de la esperanza y de la alegría que caracterizan, o deberían hacerlo, al cristianismo. Pascua, centro de la vida litúrgica, es una explosión de alegría, una alegría cósmica, triunfo de la vida después de la tristeza agotadora de la muerte. Después de la noche negra, la oscuridad sin sentido ni esperanza, viene el día orientado hacia una fiesta sin fin.

Según el teólogo rumano Dumitru Staniloaë, la resurrección de Cristo significa un cambio fundamental en la orientación del tiempo y de la historia. El tiempo, en lugar de desembocar en la muerte, marcha hacia la vida eterna, el Final, el Siglo por venir. La historia viene hacia nosotros, a partir del futuro.

“Hago todas las cosas nuevas” (Apocalipsis, 21:5). Nuevas en la continuidad, si he de creer al obispo Kallistos Ware, profesor emérito de la universidad de Oxford, quien subraya que Cristo se levanta del sepulcro en el mismo cuerpo que antes. Sin embargo, se trata de un acontecimiento nuevo, puesto que el cuerpo de Cristo ha sido transformado y vuelto espiritual. Es el mismo cuerpo, martirizado, clavado en la cruz, la primera cosa que hace el resucitado, cuando se presenta a los discípulos, es enseñarles la marca de los clavos, de la lanza que abrió su costado. Si bien ha resucitado, manifiesta que sigue implicado en el sufrimiento del mundo. El obispo cita al católico León Bloy: “Sufrir pasa, pero haber sufrido no pasa nunca”. Como lo afirma Blas Pascal, citado por Bloy: “Jesús está en agonía hasta el fin del mundo” por nuestros pecados. Lo que manifiesta Cristo es que no ha resucitado en un nuevo cuerpo. 

Si bien no es otro cuerpo, está rodeado de misterio: no necesita abrir las puertas para entrar, sus discípulos no lo reconocen en seguida, ni los pescadores en el lago, ni los caminantes de Emaús. Es un cuerpo físico, de carne y hueso, que come pescado y miel, que tiene hambre (como en la gloriosa película de Luis Buñuel, el amigo de sacerdotes quien declaraba: “Soy ateo ¡gracias a Dios!). Un cuerpo transformado, transfigurado, vuelto “cuerpo espiritual”, en palabras de Pablo.

¿Qué puede significar aquello para los cristianos? ¿Y como pueden compartir eso con los otros? “Debemos considerarnos, cada uno en su circunstancia, como personalmente responsables del mundo que nos ha sido confiado por Dios en manos propias. Nada de lo que el Hijo de Dios asumió y de lo que hizo de su propio cuerpo puede perecer, no debe perecer. Pero todo debe volverse ofrenda al Creador, pan de vida, compartido con los otros en la justicia y el amor, himno de alabanza para todas las criaturas de Dios”. (Demetrios I, patriarca de Constantinopla, 1989). 


Historiador.

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