Decir que se están acumulando los problemas ya es un lugar común, pero lo que no vemos por ninguna parte son las soluciones. La política mexicana se ha convertido en un juego de suma cero entre partidos confrontados e incapaces de ofrecer más horizontes que la sumisión total o la derrota. No se están proponiendo resolver la tragedia que vivimos sino sacar provecho de ella, culpándose unos a otros para ganar clientelas. Y entretanto, el país sigue sufriendo. 

Aun suponiendo —sin conceder— que la estrategia diseñada por el presidente para contener la ola de violencia fuese la correcta, él mismo ha reconocido que no tendrá resultados en el corto plazo. Por lo demás, el reparto de dineros entre jóvenes para evitar que los reclute el crimen organizado depende por completo de la disponibilidad fiscal de esos recursos y de su poder de compra: si el dinero se va acabando y si la inflación lo va minando, esa estrategia se irá demeritando. En contrapartida, el creciente deterioro de las capacidades del Estado para garantizar el acceso a los derechos fundamentales de los más débiles está cerrando el resto de las opciones de salida. 

La situación en la que estamos es cada día más grave: ninguno de los pronósticos nos habla de un crecimiento suficiente para paliar el deterioro por lo que resta del sexenio. Para frenar la espiral de la inflación, además, estamos gastando carretadas de dinero en el subsidio a las gasolinas y, en sentido opuesto, las tasas de interés están frenando aún más la economía. Obstinado, el presidente se ha negado a buscar otros ingresos que no vengan del petróleo ni otros recursos que no sean las remesas, mientras que las inversiones privadas que se han pactado a cuentagotas no tendrán efectos rápidos ni definitivos sino en función de la economía global. 

Dicho en una nuez: el reparto fragmentario de dinero —siendo algo plausible— será cada vez más insuficiente como estrategia única para generar empleos, conjurar la carestía, garantizar derechos básicos y, como secuela, detener la ola de violencia. Lo que vemos en el horizonte es una mezcla de trabajo precario e informal, mayor desigualdad y más decadencia de las capacidades institucionales de los tres niveles de gobierno para brindar servicios y garantizar derechos. Y a pesar de ese entorno ominoso, los profesionales de la política siguen echando leña al fuego desde ambos lados del muro construido por el presidente. Entre la clase política no hay diagnósticos críticos ni proyectos acabados: hay una guerra de declaraciones y de acusaciones, sin más propósito que la destrucción mutua. 

Del lado de Morena, no se están disputando la candidatura presidencial sobre la base del mejor programa diseñado para el futuro del país: como si se tratara de una kermés, están jugando a ser el rey o la reina de la primavera sobre la base de su simpatía; ninguno se atreve a proponer nada para no incordiar al presidente y todos buscan ganar la encuesta que se hará desde Palacio, mimetizándose hasta en los gestos con el líder. Desde su mirador, todo está bien, aquí no pasa nada y todo estará mejor. ¿Tendremos que votar en el 2024 por el mejor imitador?

Del otro lado, la trinca de partidos que hundió la transición democrática de México no acierta a proponer el más mínimo horizonte. Lo que han venido construyendo es un espejo donde, como maldición gitana, no se refleja su imagen sino la de su enemigo; dicen y hacen lo mismo que denuestan: practican aritmética obsesivamente y diseñan estrategias para destruir a su adversario sin lograr nada más que un listado de reproches. Y entretanto, el país sigue deslizándose por el tobogán de las tragedias —las violentas, las colectivas y las individuales—, sin que nadie sepa a ciencia cierta en dónde desembocará. 

Investigador de la Universidad de Guadalajara
 

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