Hace unos días dejé mi trabajo como reportero y presentador de noticias en Los Ángeles, California. Llegué allá hace poco más de diez años con la ilusión de hacer periodismo para y desde la gran comunidad de origen hispano del sur de California, en el canal 34 de Univision, la estación local más vista en Estados Unidos. Resulta que, aunque pocos lo saben con claridad, Los Ángeles es la segunda ciudad con más mexicanos en el mundo. Algo parecido ocurre con las comunidades de El Salvador, Honduras y Guatemala. Entender a esas comunidades (en su mayoría, inmigrantes) ayuda a comprender, claro, las deudas de todos nuestros países de origen, pero sobre todo a aquilatar la resiliencia de la que somos capaces cuando, en el exilio, se construye una vida.

Esa es justamente la experiencia que quise narrar en Los Ángeles.

 En los últimos días allá, alguien me preguntó qué lecciones me llevo. Son muchas. A lo largo de una década de escuchar a la comunidad hispana, me quedo con varias cosas. La primera es la impresionante disciplina de trabajo de los hispanos. Nadie trabaja con ese ahínco. Y no es un asunto de opinión. El esfuerzo de la mano de obra hispana en una larga lista de industrias está ampliamente documentado, y es medular para mantener en pie a Estados Unidos. Corrijo: como ha quedado claro desde hace años, no solo a Estados Unidos. Las remesas que envía la comunidad a sus países de origen son fundamentales allá también. 

Lo siguiente que uno aprende rápidamente es la humildad y el agradecimiento con el país adoptivo. Parte de mi indignación durante los años del nativismo trumpista tuvo que ver con la profunda injusticia que implica no reconocer el aporte del esfuerzo inmigrante ni, quizá más importante todavía, el agradecimiento activo de los hispanos con Estados Unidos. Es un agradecimiento que va más allá de conceptos como “asimilación” o “integración”. Está más bien relacionado íntimamente con el esfuerzo, con la voluntad de crear un mejor país. Es, creo, la definición misma del “ser americano”.

La última lección que me llevo de Los Ángeles después de años de convivir de manera cercana con la audiencia hispana es, quizá, la más entrañable. Durante buena parte de esa década tuve un segmento recurrente llamado “La Mesa”, en el que coloqué una mesa de plástico en distintas esquinas del suroeste de Estados Unidos con dos micrófonos y dos cámaras para invitar a la gente a contarme su vida. Al final calculo que tuve más de mil conversaciones. Escuché de todo: heroísmo, drama, tragedia, ternura. Pero incluso en las historias más duras, siempre encontré una constante: alegría de vivir. En vidas marcadas por el desarraigo y la nostalgia, en las que uno esperaría amargura, lo que hay en realidad es voluntad de seguir avanzando, de seguir buscando, de doblar la siguiente esquina y encontrar la siguiente oportunidad. Resulta difícil imaginar que una madre que no ha visto a sus hijos en veinte años pueda mantener una sonrisa, pero ese es el milagro del tesón y el amor de la comunidad inmigrante en Estados Unidos.

 Para mí, no hay mayor lección de vida.

A partir de hoy, lunes 24, tendré la responsabilidad de encabezar ya no un noticiero Local en Estados Unidos sino uno de los noticieros nacionales de Univisión. He dejado a Los Ángeles y aquella comunidad para estar ahora del otro lado de Estados Unidos, en Miami. Estoy convencido de que vienen años difíciles para los estadounidenses, y mucho más para la comunidad inmigrante. Los periodistas mexicanos acá tendremos la obligación medular de seguir dándole voz. Frente a la amenaza a la democracia y a la libertad, no hay otro camino.

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