El siglo XX de los cristianos orientales empezó con el genocidio armenio y la expulsión de millones de griegos de la joven Turquía. El siglo XXI empezó con la destrucción de las comunidades cristianas en los territorios conquistados por el Califato (ISIS). A los que profetizan la próxima muerte del cristianismo en el Oriente medio, no les faltan argumentos y los cristianos empujados al exilio parecen darles la razón. Sin embargo, en los años sesenta se presentaba de manera más optimista su porvenir. El “socialismo” árabe al estilo egipcio o sirio, la modernización iraní daba esperanzas razonables. La conquista árabe del siglo VII si bien había sido definitiva, no había desarraigado esas múltiples Iglesias todavía dinámicas a la mitad del siglo XX.

Llegó la fatídica guerra de los Seis Días, derrota árabe, victoria israelí, tragedia para palestinos y cristianos. Un libanés de Alejandría, en Egipto, le dijo entonces a su hijo mayor, un joven estudiante: “Vete a Canadá a terminar tus estudios y prepáranos un lugar para vivir. Ya no hay espacio para los cristianos en el mundo árabe”. Fue a Montreal, trajo primero a sus hermanos, luego a sus padres que están sepultados en la tierra de Quebec. El hombre aquel fue mucho más lúcido que los académicos.

La revolución islámica en Irán (1979) fue una de las consecuencias de la guerra, el despertar del activismo islámico no tardó en afectar a los cristianos. Las guerras civiles e internacionales en Turquía, Líbano, Irak, Siria borraron del mapa a los cristianos maronitas del Shuf libanés, a los jacobitas y nestorianos del Kurdistán turco, a los griegos ortodoxos de Estambul, a los asirios de Irak. Protegidos por la dinastía Assad, como las otras minorías religiosas, los numerosos cristianos de Siria se mantuvieron leales con el régimen, lo que les valió ser estigmatizados por los cristianos occidentales, ignorantes de su drama, con la buena conciencia que les da condenar, sin peligro, al déspota sirio.

Lo que no se pone en duda es que la inquietud de los cristianos, frente al islamismo político intolerante y terrorista, es legítima. Especialmente cuando los Estados modernos deberían protegerlos, son frágiles, erráticos, imprevisibles. Innegable la tentación y la realidad del exilio, del abandono de una tierra cristiana desde hace dos mil años. En una situación tan difícil, es de admirarse la piedad ferviente de muchos, el renuevo del monaquismo, la participación creciente de los laicos, cierta apertura al diálogo entre Iglesias cristianas y con el islam. Es admirable la tenacidad de los cristianos coptos de Egipto, ciudadanos que el Estado no se atreve a defender.

¿Cuántos cristianos eran hace cincuenta años, cuántos son hoy? En Egipto, por ejemplo, las evaluaciones (sin censo) varían del uno al cuádruple, según el Estado (3% de población) según la diáspora copta (12% de población). Son millones. Líbano, atrapado en el inmovilismo de su lamentable clase política, en un sistema institucional de reparto entre cristianos y musulmanes, no ha hecho censo religioso en los últimos ochenta años. Los gobiernos laicistas de Siria e Irak prohibían los censos. Lo único que se puede decir es que la proporción de los cristianos en la población total ha bajado, no solamente por la emigración sino por un hecho demográfico muy sencillo: la fecundidad de las mujeres cristianas es inferior a la de las musulmanas. Es el resultado de una modernización más rápida: los cristianos árabes son más urbanizados, más instruidos, más abiertos al mundo occidental.

En Irán, las pequeñas comunidades cristianas (¿300,000?), desde 1943 se benefician del estatuto de las confesiones religiosas. La Constitución islámica garantiza la libertad de culto, la existencia de tribunales cristianos para los asuntos de matrimonio y herencia, así como una representación en el parlamento. Una suerte envidiable.

Historiador.

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