Gerardo Fernández Noroña ha tenido un día de furia que lo pinta de cuerpo entero. Mientras presume ser la voz “del pueblo”, sus actos muestran otra cosa: un político atrapado en la contradicción entre el discurso de austeridad y la ostentación, entre la verborrea incendiaria y la violencia como forma de política.
Primero, la revelación de su nueva casa en Tepoztlán, valuada en 12 millones de pesos, lo desnudó frente a la narrativa de la “austeridad republicana” que tanto defiende Morena. Él respondió con cinismo: “Yo no tengo ninguna obligación personal de ser austero”. Palabras que, más que defensa, son confesión: la austeridad es para los otros; la hipocresía más delirante, cínica, para el movimiento que él representa.
Después vino la escena vergonzosa ayer en el Senado. Alejandro “Alito” Moreno lo encaró y la sesión terminó en golpes. El Congreso, que debería ser tribuna de debate, terminó convertido en ring de box. Entre empujones y jaloneos, quedó exhibido el nivel al que ha caído nuestra política: una pelea de gallos disfrazada de institucionalidad.
Y, como si no bastara, Noroña decidió apuntar sus ataques contra la periodista Azucena Uresti, señalándola de poseer un departamento millonario en Reforma, difundiendo incluso imágenes para reforzar la acusación. El mensaje es claro: responder a las preguntas incómodas de la prensa con hostigamiento, no con argumentos. Una vieja fórmula autoritaria: desacreditar a quien incomoda.
Lo ocurrido ayer confirma lo que muchos sospechaban: Noroña no es el apóstol de la coherencia ni el símbolo de la congruencia, sino un político más que se esconde tras discursos radicales mientras reproduce los vicios que dice combatir. Un hombre que confunde protagonismo con liderazgo, y golpes de pecho con golpes de verdad.
Al final, la pregunta no es si Noroña resistirá el escándalo pensando que busca la Presidencia, sino cuánto más resistirá la ciudadanía ver cómo Morena convierte el poder en espectáculo, la austeridad en discurso hueco y la crítica en motivo de persecución.
COLOFÓN: La noticia de que la Profeco se alió con el CJNG en una red de huachicoleo y extorsión es un golpe brutal a la confianza ciudadana. La institución que debía proteger a los consumidores terminó convertida en cómplice del crimen organizado.
Testimonios y la carpeta de la FGR revelan un sistema de cobro a gasolineros, operado por funcionarios que confundieron servicio público con botín personal. Lo más grave: entre los señalados aparecen dos extitulares, Ricardo Sheffield y David Aguilar Romero.
El primero, hoy senador de Morena, exhibe la podredumbre de un aparato político que cobija a quienes deberían estar rindiendo cuentas ante la justicia. El segundo, desaparecido, simboliza la impunidad rampante.
No se trata de manzanas podridas, sino de un entramado donde Estado y crimen se dan la mano.
@LuisCardenasMX