El 3 de octubre de 2024, Francisco Gonzalo Tapia Gutiérrez, secretario general del Ayuntamiento de Chilpancingo, fue asesinado a tiros en plena tarde. Llevaba tres días en el cargo cuando le arrebataron la vida. El país venía saliendo de la elección más grande de su historia, entre denuncias, tensiones y una escalada de violencia política que se volvió paisaje habitual. El asesinato parecía una raya más al tigre. Pero tres días después, el horror volvió a tocar la puerta de Guerrero.

El 6 de octubre de ese mismo año, un automóvil apareció abandonado en las calles de Chilpancingo. Encima, una cabeza humana. Dentro, un cuerpo decapitado. Se trataba del presidente municipal Alejandro Arcos Catalán, a quien también le duró seis días la encomienda. La noticia sacudió incluso a los más curtidos. La pregunta inmediata fue: ¿qué se ha podrido tanto en Guerrero como para que asesinar a un alcalde y desmembrarlo sea posible, y hasta ejecutado con ese nivel de sevicia?

Con estos dos asesinatos, el crimen organizado lanzó un mensaje con precisión quirúrgica: Aquí estamos, y podemos hacer esto. Aunque fueran figuras del ámbito municipal, su posición política los convertía en autoridades de alto nivel. La Presidenta de la República, quien también acababa de asumir su encargo, se refirió brevemente al tema en la reunión del Gabinete de Seguridad. “Se están haciendo las investigaciones necesarias para saber cuál fue el motivo, cuál fue el móvil, y hacer las detenciones correspondientes”, dijo. Y nunca más volvió a tocar el asunto. Ni ella, ni la gobernadora Evelyn Salgado. La vida siguió. Como si no fuera lo suficientemente indignante que a un presidente municipal lo mataran y lo dejaran sin cabeza.

Ese mismo octubre, apenas cruzando a Michoacán, el exalcalde de Cotija (2018-2021) fue encontrado sin vida, asesinado por arma de fuego en las inmediaciones de un Colegio de Bachilleres, la mañana del 28. Había intentado reelegirse en 2021 y en 2024. De su muerte no se habló en la mañanera. Ni una mención.

Ese mismo día también fue asesinada Lizbeth Romero, directora de Seguridad Pública de Angamacutiro, Michoacán. Murió a tiros, en su casa, por la mañana. Dos figuras de peso político. Dos nombres más en la lista negra de la violencia impune.

Y sí, podríamos seguir. Recordar a Gisela Mota Ocampo, alcaldesa de Temixco, Morelos, asesinada en enero de 2016. A Jesús Manuel Lara Rodríguez, alcalde de Guadalupe, Chihuahua, en junio de 2010. A Abel Murrieta Gutiérrez, exprocurador de Sonora y candidato a la alcaldía de Cajeme, ejecutado en mayo de 2021. O a Fernando García Fernández, delegado de la FGR en Guerrero, asesinado en septiembre de 2023.

La violencia política en México no es nueva. Tiene historia, tiene nombres y tiene sangre. Entonces, ¿por qué nos estremeció tanto el asesinato de dos colaboradores de la jefa de Gobierno de la Ciudad de México?

Quizá porque se rompió un mito. El mito de que la capital era el último bastión. El lugar donde no se mataba como en otras entidades. Donde hacer política seguía siendo un privilegio, no un riesgo mortal. El asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz nos estremeció porque desmoronó esa ficción. Porque la violencia que antes nos parecía lejana —“de allá, de Guerrero, de Michoacán, de la frontera”—, hoy nos mira desde la ventana.

La realidad de un país entero ha alcanzado y salpicado de sangre a su capital. La burbuja se rompió. Y aunque el silencio oficial quiera esconderlo, esta vez no hay forma de mirar a otro lado.

Google News

TEMAS RELACIONADOS