La Secretaría de la Defensa Nacional ha operado con opacidad, desacato y sin recato ante la devastación de nuestras selvas. Bajo el amparo político de Morena y la excusa de la “seguridad nacional”, la Sedena ejecuta el Tren Maya tras una cortina de humo que permite arrasar con selvas, cenotes y ecosistemas. El saldo de deforestación y daño hídrico quedará como herencia directa de la 4T.

Las cifras son tan alarmantes como el silencio oficial: se estiman 6 659 hectáreas de selva desmontadas, según el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA). No es un accidente ecológico, sino una decisión política que fragmenta un corredor biológico vital y golpea la resiliencia climática de la península de Yucatán. En el Tramo 5, la perforación de cavernas y cenotes para instalar pilotes daña el sistema kárstico que alimenta el acuífero regional. No es “daño colateral”: es un acto deliberado.

La Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) reconoció en 2025 el impacto en ocho cavernas/cenotes y la tala de más de 10,000 árboles, pero su admisión llegó tarde y sin un plan público de restauración. Sin cronogramas, presupuestos y metas medibles, la palabra “reparación” se vuelve papel sin tinta.

Decretos presidenciales declararon el proyecto de “interés público y seguridad nacional” y sirvieron para evadir evaluaciones ambientales completas, reservar información y convertir la rendición de cuentas en una ficción. La opacidad es método, no accidente. Con ella se blindó a la Sedena para asumir funciones civiles con licencia de devastar, desplazando controles y voces técnicas que debieron prevalecer.

El costo no se limita a árboles derribados. En la Reserva de la Biósfera Calakmul, la construcción de un hotel militar —sin informar a la Unesco— provocó una caída del 88% en los registros de jaguar, emblema de nuestra biodiversidad. En el Área Natural Protegida de Puerto Morelos, el buque Melody dañó cientos de colonias de coral; la negligencia alcanza también al mar. Arrecifes y manglares —defensas ante tormentas, criaderos de vida y soporte de pesca local— se rompen sin contabilidad ni reparación.

La destrucción avanza bajo tierra. La perforación del subsuelo comienza a contaminar el agua dulce: cuando aparece la “corriente turbia” en los cenotes, no es azar; es señal de perturbación que compromete el acuífero. Con el agua se van derechos: seguridad hídrica para las familias, estabilidad para la agricultura local, continuidad de la cultura que reconoce al cenote como origen y casa. La identidad maya no se defiende con discursos: se protege preservando el agua.

Semarnat, cómplice por omisión, mantiene una permisividad escandalosa. Su titular, Alicia Bárcena, ha admitido impactos, pero admitir no es reparar. Sin balances de reforestación efectiva, sin pasos de fauna, sin restitución hidrológica, sin monitoreo independiente y ciudadano, el desastre se perpetúa. Y cuando los balances públicos ni siquiera consignan los costos de remediación ni los daños a los servicios ecosistémicos, la puerta queda abierta a la impunidad.

Porque sin datos verificables, sin auditorías, sin sanciones, no hay rendición de cuentas; sólo un desfile de declaraciones inútiles. El resultado es inequívoco y será recordado: éste será el legado de la Sedena y de Morena. Cada hectárea talada, cada jaguar desplazado, cada cenote enturbiado y cada arrecife roto formarán el inventario de su administración. El monumento de la 4T no será el tren que prometieron, sino la huella indeleble de su devastación.

El país no se construye derribando su selva. La legalidad ambiental no es un obstáculo a eludir con decretos, sino el piso mínimo de la civilización. Cuando los nietos de esta tierra miren el vacío donde antes hubo selva, sabrán quién firmó el decreto de su desaparición. No fue la naturaleza la que se rindió: fue el Estado quien la traicionó. Que conste por escrito: las selvas devastadas se deberán a ellos, y a nadie más, hoy y mañana.

@MaiteAzuela

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