Veinte años después, las consecuencias geoestratégicas, políticas, psicológicas y éticas del 11 de septiembre de 2001 y la “guerra contra el terror” que siguieron al vendaval que desató ese día funesto, se han vuelto más evidentes. Y han corrido ríos de tinta en todo el mundo acerca de lo que estas dos décadas significan para el sistema y las relaciones internacionales, enmarcado ahora sobre todo por el repliegue estadounidense de Afganistán. Sin embargo, relativamente poco se habla o escribe acerca de una de las relaciones bilaterales más impactadas por lo que ocurrió en la ciudad de Nueva York, Virginia y una pradera en Pennsylvania: la de México y Estados Unidos. Y como muchos asuntos de las relaciones internacionales, es una historia proverbial de oportunidades perdidas y oportunidades ganadas.

Días antes de la mañana del 11 de septiembre, el presidente George W. Bush recibía al presidente mexicano Vicente Fox para la primera visita de Estado de su administración. Al ver los fuegos artificiales -que Bush había organizado en honor a su homólogo- estallar sobre el monumento a Washington, el entonces senador Joe Biden, de pie detrás de mí en la escalinata de la Casa Blanca que conduce a la explanada sur de la residencia oficial, me dio una palmada en la espalda y exclamó: “este presidente sí que los quiere mucho!”. Y sin duda, la relación entre ambos líderes, electos ambos el año anterior, había tenido un arranque estelar. México estaba repensando prioridades en la agenda y por primera vez marcaba el tenor del diálogo diplomático al poner sobre la mesa una agenda ambiciosa para una reforma migratoria integral que incluía medidas de seguridad fronteriza y un programa de trabajadores temporales para dotar a ambos vecinos de movilidad laboral circular, mientras que Washington afirmaba la importancia primordial de la relación con México. Sentado en mi oficina en la cancillería mexicana después de la visita y viendo con incredulidad y horror cómo se derrumbaban las torres gemelas del World Trade Center, supe de inmediato que esa agenda -de por sí preñada, en la mejor de las circunstancias, de enormes complejidades políticas en Washington - se reformularía por completo.

Entre lo que se volvió evidente en las semanas posteriores a los ataques fue que México se había convertido en víctima de su propio éxito. Bush había tenido, hasta ese momento, agencia directa y e impulsaba personalmente la relación con México. Con su atención ahora centrada en Afganistán y la inminente guerra contra el terrorismo, México perdió al principal impulsor de una relación estratégica y de un enfoque de gobierno integral dentro de la administración. Argumentos transmitidos cara a cara al secretario de Estado Colin Powell por el canciller mexicano subrayando la importancia de seguir adelante con las discusiones con México en lo que se refiere a alguna forma de estatus legal para los millones de inmigrantes indocumentados (la mayoría de México) en EU -era fundamental saber quiénes eran, dónde vivían y sacarlos de las sombras, versaban nuestros temas de conversación- cayeron en oídos sordos.

Pero fue la respuesta timorata y vacilante -y luego miope y torpe- del presidente Fox a los ataques, atendiendo las admoniciones de su secretario de Gobernación y Secretario Particular con respecto a la propuesta de una muestra pública de solidaridad con el gobierno y pueblo estadounidenses en el Zócalo el 15 de septiembre antes del inicio de la ceremonia del Grito, lo que dinamitó la buena voluntad -tanto en la administración como en el Capitolio- que se había acumulado apenas unos días antes durante la visita de Estado. El gobierno de Fox eventualmente llegó a empatizar con la conmoción y el dolor de Estados Unidos, pero tuvo dificultades en el resto del sexenio para reajustarse a las nuevas realidades en Washington. Y para colmo de males, en 2003, una vez que Estados Unidos decidió imprudentemente tomar el camino de invadir Irak, a lo que México, como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, se opuso con razón y clarividencia junto con otros miembros del CSNU, Fox, en lugar de buscar personalmente a Bush y explicarle a un socio y otrora amigo cercano por qué México votaría de la forma en que finalmente lo hizo, decidió esconderse y evitar tomar las llamadas de su contraparte estadounidense, para luego dar paso a restregarle en la tribuna pública las razones por las cuales México no había votado con EE.UU.

Pero por mucho que el 11 de septiembre y sus secuelas descarrilaran tanto la relación personal entre mandatarios como la agenda bilateral, esa fecha tuvo también un efecto transformador en un área que siempre había quedado rezagada en el cambio tectónico de la relación bilateral provocado por la decisión de una década antes de negociar un acuerdo de libre comercio. Desde principios de los noventa, México y Estados Unidos habían transformado profundamente su relación. Impulsados ​​primero por la enorme convergencia socioeconómica desencadenada por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la creciente y más asertiva cooperación en materia de seguridad e inteligencia que surgió de los imperativos de seguridad de un mundo post-11 de septiembre obligó a ambos países a empezar a construir de manera paulatina una asociación estratégica y con visión de futuro basada en la responsabilidad compartida y los desafíos y oportunidades de una frontera terrestre de 3,000 kilómetros. Además, la creación del Departamento de Seguridad Interna (DHS) y la reorganización de la arquitectura de comandos combatientes unificados en Estados Unidos con la creación del Comando Norte (Northcom) orilló a México a interactuar paulatinamente de una manera cualitativamente diferente. Lo que impulsó esto fue la constatación cardinal de que si EU llegase a percibir que México y una frontera porosa encarnaban una vulnerabilidad de seguridad nacional que pudiesen capitalizar terroristas, la agenda comercial y económica y la relación en su conjunto que se había forjado desde el TLCAN, se paralizarían. La prosperidad común y la seguridad común se entrelazaron irrevocablemente, y con buena razón.

Esto es lo que al final del día devolvió tracción parcial y un impulso e ímpetu renovados para perseguir una agenda bilateral más ambiciosa. El DHS se convirtió en un actor nuevo y clave en la relación y México y EU iniciaron un nivel sin precedente de intercambios de inteligencia, por ejemplo compartiendo listas de pasajeros de todas las aeronaves que volaban al espacio aéreo mexicano y las personas en listas de vigilancia, evitando la "compra de visas" (personas a las que se les había negado visa para EU tratando de obtener una para ingresar a Canadá o México) o instrumentando programas de viajero confiable. Aunque lentamente, la cooperación militar comenzó a avanzar hasta el punto en que unos años más tarde, enlaces permanentes de Sedena y Semar habían sido ya comisionados permanentemente a Northcom, en Colorado Springs.

Queda sin duda aún mucho por hacer para construir sobre la promesa de la relación verdaderamente estratégica entre México y Estados Unidos que los ataques terroristas del 11 de septiembre paradójicamente impusieron a ambas naciones. La encrucijada en la que nos dejó fue simple: nuestras dos naciones debían dejar de jugar a las matatenas y empezar a jugar ajedrez. Veinte años después de los atroces ataques en suelo estadounidense, es necesario que Washington efectúe una evaluación sobria y honesta de los intereses estadounidenses frente a México y a la necesidad imperiosa de no seguir dando a México por sentado o tratándolo como un asunto estratégico de menor calado y relevancia en el andamiaje de la política exterior estadounidense. México, a su vez, debe asumir la necesidad imperiosa de profundizar y ampliar la cooperación para generar un paradigma norteamericano común de seguridad, en el más amplio sentido y más allá de la cooperación en materia de procuración de justicia; es decir, de fronteras y perímetros, frente a naciones rivales o actores peligrosos no-estatales, en materia de ciberseguridad, tecnología e investigación, de cadenas de suministro esenciales, en la eficiencia e independencia energética, y en lo ambiental o agroalimentario. Esa es parte de la promesa que por cierto renueva el restablecimiento del Diálogo Económico de Alto Nivel la semana pasada en Washington. Hoy nuestros líderes se encuentran en una encrucijada: lo que está en juego es la seguridad y prosperidad de millones de estadounidenses y mexicanos y, a pesar de los desafíos inherentes a una relación tan asimétrica, más de dos décadas de una historia que si bien no ha estado exenta de tensiones y desencuentros, conllevan también éxito estratégico y diplomático, así como seguridad, convergencia y mayor interdependencia mutua.



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