La semana que acaba nos regaló un retrato paradójico del estado de la lucha contra la corrupción, cuando dos de sus supuestos paladines fueron llevados ante la mirada pública por sendas acusaciones de corrupción. 

Hay que imaginarlos vestidos con el uniforme beige de las cárceles preventivas para darse cuenta del tamaño del entuerto. Dos justicieros son colocados en un estrado vestidos así, en mono carcelario, y tratados como presuntos delincuentes ante la opinión pública.

El Fiscal de la República, Gertz Manero, se nos presentó acusado de un enriquecimiento inexplicable por sus anteriores oficios o su oficio actual. Una fortuna que rebasa los cien millones de dólares y que incluye una colección de autos de lujo. 

Agréguese el desdoro que ha sufrido la fama del Fiscal porque su caso más notable ha sido de su interés personal: el Fiscal no ha encarcelado a ningún temible corrupto, pero sí a la hija de su cuñada. 

El otro justiciero colocado ante la mirada pública fue Santiago Nieto, ex titular de la Unidad de Investigaciones Financieras, a quién se le acusó de un enriquecimiento mucho menos cuantioso, que además, al analizarse de cerca, resulta que es más bien un endeudamiento súbito. 

En todo caso, es raro que quién persigue los tráficos ilícitos de dinero de pronto se adeude por dos millones de dólares, con un optimismo que su salario de funcionario no justifica. 

Incluyo ahora en el retrato al tercer paladín de la guerra contra la corrupción: se trata de Irma Eréndida Sandoval, ex secretaria de la Función Pública, que hace unos meses fue señalada por la prensa nacional de abusar de sus poderes oficiales para su propio beneficio. Es decir, de corrupción. 

Presuntamente, la doctora en Corrupción Pública y entonces encargada de vigilar la honestidad con que los funcionarios manejaban sus poderes, usó su poder para exigir a otros funcionarios apoyos para el empoderamiento de su familia, que por cierto se empoderó en sus tres años de función a una velocidad de rayo. 

Y si es tragicómico que los tres principales paladines de la guerra contra la corrupción sean ahora acusados de corrupción, lo peor son sus resultados. 

¿Cuántos corruptos ha capturado cada paladín?, ¿cuántos ha llevado a juicio?, ¿y cuántos pagan en la cárcel su pecado civil? 

Le pido al lector imaginar que los tres justicieros en monos beige ahora se giran para darnos su perfil y que contestemos. 

Cero. Cero. Y cero. 

En otros textos, yo he defendido las acciones de este gobierno en cuanto a sus dos primeras promesas. Incluir a los pobres en el presupuesto y revirar las privatizaciones que realizó el neoliberalismo. En cuanto a su tercera promesa, la de erradicar la corrupción, escribo acá que la calificación que merece es esta: cero. 

O no, me corrijo: contabilizando la fama tiznada de sus tres principales paladines, cero menos tres. 

El presidente López Obrador usa de común una metáfora para explicar la estrategia de su guerra contra la corrupción. 

—Es como barrer una escalera. Y las escaleras se barren con una escoba de arriba abajo. 

Pues no ha habido escoba. Es decir, no ha existido un instrumento que barra la corrupción. Y mientras los peldaños siguen llenos de la basura de los sexenios pasados, no hay por qué suponer que no están llenándose de la corrupción de los funcionarios codiciosos de esta administración. 

¿Qué los detendría de tomar para sí unos miles de millones acá y otros allá, si no hay escoba? 

No hay escoba y tal vez hoy, a medio camino del sexenio, todavía sea tiempo para que el presidente aparezca una escoba y la empuñe, porque de no hacerlo, lo que aparecerá pronto es la certidumbre de que la guerra contra la corrupción se corrompió antes de nacer. 

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