La semana pasada, una riña masiva en el penal de Apodaca, en el estado de Nuevo León, dejó 56 heridos. Según las autoridades, el pleito fue producto de una disputa entre grupos de extorsionadores por, entre otras cosas, 70 pesos y un colchón.

Este incidente es serio, pero ciertamente no es inusual. En 2020, según datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), se registraron 926 riñas, 70 homicidios y 8 motines en el sistema penitenciario nacional.

Y esos son sólo las manifestaciones más dramáticas de una profundísima crisis en las cárceles mexicanas.

Empecemos con la sobrepoblación: en los 288 centros de reclusión que existen en el país, hay espacio para 217,000 internos. El número de personas privadas de la libertad, sin embargo, es 223,416 (datos a noviembre de 2021, tomados del Cuaderno Mensual de Información Estadística Penitenciaria Nacional, elaborado por la SSPC).

El problema, además, está empeorando. Desde 2018, la población privada de la libertad ha aumentado casi 13%, mientras que el número de espacios se ha mantenido básicamente constante.

La mayor parte del crecimiento es producto del abuso de la prisión preventiva. A noviembre de 2021, 42% de las personas privadas de la libertad no habían recibido una sentencia. Entre 2018 y 2021, la población de procesados creció 25.4%, mientras que los sentenciados se incrementaron en apenas 2.7%.

El sistema penitenciario, además, mezcla poblaciones sin el menor recato: de los 28,000 presos del fuero federal, casi 17,000 se encuentran en centros penitenciarios estatales.

Por si fuera poco, los recursos humanos son escasos. En 2020, según datos del INEGI, todos los sistemas penitenciarios estatales contaban con apenas 39,000 empleados, de los cuales solo un poco más de la mitad realizaba funciones operativas. Se trata además de personal mal pagado: en 2020, nueve de cada 10 empleados de los sistemas penitenciarios estatales tenían un ingreso mensual inferior a 20,000 pesos.

En ese entorno, no es extraño que prolifere la corrupción en las prisiones. En 2020, la CNDH identificó condiciones de autogobierno o cogobierno en al menos 15 de 113 penales supervisados.

¿Qué hacer entonces? La respuesta no es sencilla, pero, como mínimo, se podrían explorar las siguientes alternativas:

1. Dejar de abusar de la prisión preventiva: salvo personas de alta peligrosidad o con elevado potencial de fuga, nadie debería de enfrentar su proceso en prisión. Eso implica eliminar la prisión preventiva oficiosa y utilizar de manera mucho más intensiva otras medidas cautelares contempladas en el Código Nacional de Procedimientos Penales.

2. Separar poblaciones: de arranque, todas las personas privadas de la libertad por delitos del fuero federal deberían de estar en el sistema federal, el cual cuenta con capacidad casi suficiente para cumplir ese objetivo. En paralelo, habría que separar a procesados de sentenciados, así como a internos de alta y baja peligrosidad. Eso requiere una inversión urgente en infraestructura en casi todas las entidades federativas.

3. Mejorar las condiciones laborales del personal penitenciario: resulta indispensable aumentar el número de custodios para reducir la duración de los turnos y garantizar un coeficiente razonable entre el número de internos y el personal de custodia. Asimismo, se requiere mejorar la remuneración del personal, invertir en su capacitación, proteger su integridad física y la de sus familias.

¿Estas medidas tendrían un impacto presupuestal importante? Sin duda: un sistema penitenciario medianamente humano y eficaz no sale barato. Pero sale mucho más caro tener decenas de penales que son bombas siempre al borde del estallido.

alejandrohope@outlook.com

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