En Occidente, frecuente pero incorrectamente se hace referencia a la palabra “crisis” en chino -escrita con un carácter formado por dos trazos, uno que representa peligro, el otro que representaría, según esto, oportunidad- a manera de ofrecer aliento y llamar a la búsqueda de soluciones a retos que enfrentamos. Si bien el uso equivocado de esta etimología se ha convertido en un tropo retórico, no cabe duda que muchas crisis efectivamente encierran oportunidades y que en la arena de las políticas públicas y las relaciones internacionales, nunca debemos desperdiciar una crisis.

Hoy el continente americano enfrenta una crisis de enorme magnitud. Incluso antes del desastre económico detonado por la pandemia de Covid-19, la cual según la Organización de las Naciones Unidas ha generado un aumento de 22 millones de nuevos pobres y 8 millones de nuevos extremadamente pobres en el continente solo en 2020, el movimiento de personas en América Latina y el Caribe ya se estaba intensificando. Como nunca en la historia americana, hay un número sin precedente de migrantes, refugiados y personas internamente desplazadas a lo largo y ancho de las Américas. La Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de Naciones Unidas calcula que hay 82.4 millones de personas desplazadas forzosamente (refugiados y personas desplazadas internamente) a nivel global; de estos, por ejemplo, cerca de 5 millones son venezolanos, la mayoría en Colombia, y más de un millón de haitianos. Y en el continente americano hay que sumarle a cientos de miles de migrantes moviéndose por todo el hemisferio buscando llegar sobre todo a la frontera entre México y Estados Unidos. En este momento, están cruzando diariamente el Tapón del Darién, en Panamá camino hacia México y nuestra frontera con EEUU, un promedio de 1,000 migrantes. Hace unos días ya había 100,000 solicitudes de asilo en nuestro país formuladas ante la Comar (el récord era 70,000 en todo 2019). Y el viernes pasado, el servicio de aduanas y protección fronteriza de EEUU (CBP) divulgó las cifras de migrantes y refugiados detenidos en la frontera con México durante el año fiscal 2021: 1.7 millones, la cifra más alta registrada desde 1986. Sólo en septiembre se detuvieron a 192 mil personas. No es difícil explicar por qué 57% de los estadounidenses creen que la Administración Biden debe prestar más atención a la frontera, por qué el GOP va a alcahuetear este tema electoralmente en los comicios legislativos de 2022 o por qué Biden está determinado a no poner en riesgo -a costa de muchos otros temas que impactan la agenda bilateral- la cooperación mexicana en la materia.

Por ello ésta es una crisis que México no debe desaprovechar, y lo debe de hacer tanto para poner su casa en orden como para, aquí sí, liderar en Latinoamérica y el Caribe con este tema. Me explico. Es incuestionable que México requiere mejorar sustancialmente sus capacidades de control y monitoreo fronterizo, tanto en el sur como el norte. Inami y Comar no pueden seguir siendo canibalizadas por el presidente y deben contar con recursos y personal para el desempeño de sus tareas. Para bailar danzón se necesitan dos, y así como nosotros exigimos en 2007 a EEUU asumir un paradigma de responsabilidad compartida para atender los retos de la agenda bilateral, México debe poner de su parte para fortalecer su seguridad y controles fronterizos. Pero la política migratoria reducida a una de mano dura emanando de México para frenar la transmigración conlleva consecuencias que me parece no se han aquilatado del todo en nuestro país, particularmente a la luz del debate en redes sociales y en la opinión pública mexicana sobre la transmigración centroamericana y haitiana y quienes en ese grupo son potenciales refugiados. Se está volviendo cada vez más común ver los términos ‘refugiado’ y ‘migrante’ usados indistintamente en el discurso mediático y público. Pero hay una gran diferencia entre ambos conceptos y es una distinción importante con implicaciones de fondo. Confundirlos -o a propósito meterlos en la misma canasta- conlleva problemas serios: desvía la atención de protecciones legales específicas que requieren los refugiados y perjudica el apoyo público hacia ellos y la institución del asilo en momentos en que más refugiados que nunca necesitan de dicha protección. Estas son personas a quienes negarles el asilo puede traerles consecuencias mortales. El derecho internacional define y protege a los refugiados. La Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967, así como otros instrumentos legales, son el andamiaje para la protección moderna de los refugiados, andamiaje al que pertenece México y que por lo tanto conlleva obligaciones y responsabilidades para nuestro país. La protección de los refugiados tiene muchos ángulos. Uno de los principios fundamentales establecidos en el derecho internacional es que los refugiados no deben ser expulsados o devueltos a situaciones en las que sus vidas y libertad puedan verse amenazadas. Incluyen el acceso a procedimientos de asilo justos y eficientes así como medidas que garanticen que sus derechos humanos básicos sean respetados, que les permitan vivir en condiciones dignas y seguras, mientras los ayudan a encontrar una solución a más largo plazo. Los Estados tienen la responsabilidad primordial de ofrecer esta protección.

Los migrantes, en cambio, eligen trasladarse no a causa de una amenaza directa de persecución o muerte, sino principalmente para mejorar sus vidas, encontrar trabajo o para la reunificación familiar, entre otras razones. A diferencia de los refugiados, quienes no pueden volver a su país de forma segura, los migrantes lo pueden hacer y continúan en principio contando con la protección de sus gobiernos (como es el caso de los 5 millones de migrantes indocumentados mexicanos en EEUU). Para los gobiernos esta distinción es importante. Los países tratan a los migrantes de conformidad con su propia legislación y procedimientos en materia de inmigración. En el caso de los refugiados, los países los tratan aplicando normas internacionales sobre el asilo y protección a los que están obligados y que están definidas tanto en su legislación nacional como en el derecho internacional. Por ende, en los flujos hacia nuestra frontera sur hay migrantes, la mayoría, y refugiados. Hacia los segundos, México tiene obligaciones internacionales. Y hacia los primeros, México y los mexicanos debiéramos tener coherencia, con lo que exigimos a EEUU con respecto a nuestra diáspora ahí (que ha mandado más de 23 mil millones de dólares en remesas al año) y con lo que somos, un país expulsor de migrantes. Sí, México debe controlar y fortalecer sus fronteras -cosa que nunca se ha logrado- pero no a costa de olvidarnos de lo que somos y de una brújula moral y un mínimo de congruencia. Políticas y discursos de mano dura -y la xenofobia que caracteriza muchas cuentas en redes sociales en estos momentos- solo nos estallarán como al cohetero, en muchas direcciones y con muchas esquirlas, internas e internacionales.

Ningún país puede darle la vuelta a una crisis migratoria con la mera aplicación de leyes y medidas de control fronterizas. Ese error, que ha cometido una y otra vez Estados Unidos, no debe replicarse, ni en México ni en otras partes del continente. Invariablemente he argumentado que una diplomacia libre de riesgos será siempre una diplomacia libre de resultados. Por ello México debiera hoy pugnar sin dilación por un acuerdo continental para mitigar, gestionar y ordenar los flujos migratorios, trabajando con las agencias relevantes de la ONU y organizaciones de la sociedad civil (que tienen botas sobre el terreno para actuar y responder de manera ágil y con el pulso adecuado para entender las comunidades y zonas en las que operan) con objeto de mejorar los mecanismos de protección (incluidos los temporales) para las poblaciones desplazadas y en movimiento más vulnerables. Asimismo, como parte de ese acuerdo integral continental, México tendría que buscar establecer vías complementarias para ordenar y proteger esos flujos, como la reunificación familiar y acuerdos temporales para la movilidad laboral circular en sectores económicos específicos y para regiones específicas; movilizando a instituciones multilaterales regionales y subregionales de financiamiento del desarrollo para apoyar programas de empleo y otros tipos de apoyo de desembolso rápido para comunidades receptoras; intensificar la diplomacia regional en materia de vacunas; y seguir centrándose en la imperiosa necesidad de la gobernanza eficaz. Estas acciones permitirían además a México ayudar de una manera más estructural y sostenida a Biden, cerrándole el flanco de ataque del GOP, que es también, ojo, un ataque a México.

En lugar de jugar al bote pateado e instrumentar un refrito de políticas que no funcionan (como la reinstauración del infausto programa conocido como “Remain in México”), podríamos, con imaginación diplomática y con un golpe de timón, encarar esta crisis de manera integral y concertada, y con un paradigma mexicano -en contraste con uno impuesto desde Washington- en materia de política migratoria. Aún más importante, ayudaría para contrarrestar una sensación de caos que alimenta las narrativas nativistas y el tufo xenófobo que ya no es solo privativo de Estados Unidos sino que se empieza a despedir en otras naciones del continente, incluyendo México.

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