¿Qué queda de nuestro trabajo cuando las nuevas tecnologías resuelven todo?

Esta pregunta me empezó a dar vueltas en la cabeza al escuchar a un entrenador de futbol con muchos años de experiencia al expresar su frustración con las nuevas herramientas que, según él, han hecho que pierda la pasión por lo que hace.

¿Planear un entrenamiento? Una app.¿Analizar el partido? Un reporte estadístico generado automáticamente, basado en indicadores clave de desempeño.¿Predecir cómo se desenvolverá un jugador en otra liga? Un programa de inteligencia artificial lo calcula solo.

Aunque esta historia ocurre en el mundo del fútbol, su inquietud es cada vez más común. Con la expansión de la inteligencia artificial en múltiples sectores, muchas personas se están preguntando lo mismo: ¿Qué me toca hacer a mí ahora que las máquinas pueden hacerlo casi todo?

No es la primera vez que la tecnología transforma nuestra forma de trabajar. Durante la primera revolución industrial, el trabajo dejó de estar ligado al saber del artesano y pasó a centrarse en tareas repetitivas dentro de una línea de producción. En la segunda, con la electrificación y la expansión de grandes fábricas, surgieron modelos de gestión más jerárquicos y fragmentados, donde el trabajo se organizaba por departamentos y cada puesto respondía a un sistema más amplio de control. Más adelante, con la digitalización, surgieron estructuras más flexibles que reemplazaron la supervisión directa por el control mediante reportes, métricas e indicadores de desempeño. Hoy, autores como Mike Walsh argumentan que estamos en medio de una quinta revolución industrial, marcada por la colaboración entre humanos y sistemas de inteligencia artificial. El problema, sin embargo, es que todavía no sabemos qué lugar ocuparán las personas en este nuevo modelo.

Pero esa misma incertidumbre, que ya se percibe en sectores como el fútbol, también empieza a dar lugar a nuevas formas de respuesta: maneras distintas de entender qué es lo que realmente aporta valor en el trabajo. Si tareas como la planeación detallada de actividades, el análisis de desempeño o la proyección de escenarios futuros pueden resolverse con una app, el verdadero diferenciador entre una organización y otra será su capacidad de hacer todo aquello que las máquinas no pueden automatizar: construir relaciones de confianza, dar dirección en momentos de incertidumbre, saber formar e inspirar a un equipo. En otras palabras: todo ese conocimiento interpersonal que durante mucho tiempo ha pasado desapercibido, pero que hoy se vuelve esencial para que el trabajo tenga sentido.

Si partimos del ejemplo del entrenador, es entonces posible vislumbrar un futuro donde el trabajo no necesariamente es menos, sino distinto: más relacional, más emocional, más humano. Un trabajo que exige habilidades que durante mucho tiempo se han considerado secundarias –escuchar, guiar, motivar, etcétera– pero que ahora podrían marcar la diferencia.

¿Estamos preparados para dar ese salto? Quisiera pensar que sí, aunque no podemos dar por hecho que el avance tecnológico venga acompañado, automáticamente, de organizaciones éticas, con propósitos claros y capaces de construir equipos realmente funcionales. Eso, sin duda, requiere un arduo trabajo.

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