Más allá de sus capacidades técnicas, las instituciones requieren de una base de confianza pública para poder funcionar adecuadamente. Esa confianza no es algo espontáneo ni dado a priori, sino el resultado de un complejo proceso en el que el buen desempeño de una autoridad, la calidad de los servicios que brinda y la imagen de honestidad en su gestión, entre otros factores, hacen que la sociedad crea que es capaz de cumplir eficazmente su cometido.

Ninguna institución puede pretender que por su mera existencia se genere un halo de confianza pública en trono a ella. La confianza se construye, se incrementa y se mantiene, a partir de su buen trabajo y resultados, o se reduce e incluso se pierde, si prevalece una concepción negativa de su actuación.

En los tiempos actuales, debe además asumirse que buena parte de la confianza pública que una sociedad deposita en una institución depende de su capacidad para comunicar y explicar sus decisiones de una manera clara y comprensible. Me gusta insistir que, en los tiempos de “posverdad” en los que vivimos, las instituciones públicas deben ponerle el mismo grado de atención y de cuidado que le dedican —o al menos deben dedicarle— a sus instancias técnicas y operativas (aquellas de las que depende la realización de sus funciones sustantivas), a sus órganos de comunicación social. Explicar una y otra vez sus actuaciones y la razón detrás de sus decisiones es algo clave para construir confianza.

La lógica que sigue la confianza pública se guía por la premisa que, de manera clara e impecable, solía explicar José Woldenberg cuando presidió el IFE hace dos décadas: el proceso de construcción de la confianza en torno a una institución —decía— es el resultado de un trabajo arduo, lento, gradual, paulatino y acumulativo, en el cual los resultados que se van obteniendo suelen medirse en micras; por el contrario, el proceso opuesto, el de la pérdida de la confianza es algo que ocurre de golpe, súbitamente, de manera abrupta y los retrocesos que supone pueden medirse en kilómetros.

Aunque las reflexiones anteriores valen para cualquier instancia del Estado, son particularmente válidas e importantes para los órganos electorales. En efecto, como probablemente ninguna otra, las instituciones encargadas de organizar los comicios y de resolver las controversias que se presentan entre las fuerzas políticas en el marco de la competencia electoral por el poder público, dependen de la confianza pública que logren construir para lograr su cometido. Y es que, sobre todo en un país en el que venimos de una larga historia de manipulación política de las elecciones por parte de los gobiernos, la historia de nuestra transición democrática puede interpretarse como la difícil, complicada y trabajosa —y a la postre bien lograda— génesis de la construcción de confianza en torno a las instituciones, a las reglas y a los procedimientos que componen nuestro sistema electoral. Sin esa confianza resultaría imposible creer y asumir los resultados de las elecciones.

Hoy los órganos electorales, a pesar de sus tribulaciones y conflictos internos, siguen estando entre las instituciones públicas con mayor confianza entre la población. De acuerdo con la última encuesta de GEA-ISA (México: Política, sociedad y cambio. Escenarios de gobernabilidad, 13 de diciembre de 2023), el 80% de la población sigue pensando que el INE cumple su función adecuadamente y 70% opina lo mismo del Tribunal Electoral.

Sin embargo, en ambos casos debe de tomarse en cuenta que esas cifras no son algo dado, sino el resultado del trabajo realizado a lo largo de la última década, al menos. Así, el que cientos de miles de ciudadanos hubieran salido a la calle a defender a su INE frente al acoso desde el poder no fue algo casual, sino el resultado la confianza que construyó en torno a dicha institución.

Si esa confianza no se cuida, si los conflictos internos que están ocurriendo de manera visible tanto en el Consejo General como en la Sala Superior no logran procesarse adecuadamente, si en sus decisiones no se demuestra el pleno ejercicio de la autonomía e independencia frente al poder en turno y a los partidos —como ocurrió de modo consistente en el pasado reciente—, esa confianza puede perderse y con ello nuestra democracia y la gobernabilidad pueden estar en riesgo. Ojalá que las y los consejeros y magistrados lo entiendan y, sobre todo, que estén a la altura.

Investigador del IIJ-UNAM

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