¿En que piso de la “transformación” se guardó de manera conveniente la compasión? ¿En qué momento normalizamos tanto dolor, tanta tragedia, tanto horror? ¿Cuándo nos convertimos en esa sociedad indolente a la que no le importan sus muertos? ¿En qué momento optamos por hacernos de la vista gorda y que el gobierno pudiera criminalizar a sus anchas, trivializar tanta muerte, desaparecer desaparecidos? Son preguntas que nos debiéramos hacer como ciudadanos, como personas que no podemos permitir que los “malos de morenalandia” que nos gobiernan se sigan saliendo con la suya pavimentando su camino al infierno con desidia, con mentiras, con burda propaganda. ¿Qué fue lo que convirtió al líder social de ayer, en este hombre desalmado, enamorado de su popularidad, es decir de sí mismo? No se puede pensar otra cosa cuando se dan acontecimientos que conmueven hasta el alma, dejan profundas heridas, y no hay una sola señal de empatía, de consideración, de identificación con las y los que esta navidad llorarán a quienes les fueron arrebatados de manera brutal por unos criminales que pueden actuar a sus anchas porque el gobierno les ha ofrecido abrazos. Igual enfrentan y matan a habitantes de una población por negarse a pagar derecho de piso (ese impuesto extra con el que llena sus alforjas la delincuencia organizada) como sucedió en Texcapilla, que asesinan a unos jóvenes en una posada en Salvatierra, o levantan a otros en Lagos de Moreno para obligarse a matar entre sí, y frente a todo esto somos observadores pasivos, al tiempo que el gobierno se lava las manos al estilo de Poncio Pilatos, diciendo simplemente zafo.

Somos todo menos una sociedad y un gobierno humanistas. Somos también cómplices y verdugos por nuestra inacción y cobardía. Es más fácil acomodarse, levantarle la mano a los responsables de esta tragedia, dejar atrás anhelos, que luchar, que bregar, que dejar atrás el miedo para hacer patria, y rescatar los pedacitos que nos van dejando. Basta con muy poco para mirar hacia otro lado en lugar de hacernos responsables. El millón de personas que sufren en Acapulco nos importan cada día menos porque unos enseres son suficientes para acallar sus voces y su tragedia, para olvidar la incapacidad del presidente de arroparlos, de hablar con ellos, de (ahí sí) abrazarlos.

Y ante el desastre toda la fuerza del aparato oficial, la manipulación de la mayoría de los medios de comunicación, la complicidad de unos cuantos y muy poderosos empresarios (esos que antes eran llamados la mafia en el poder y que ahora son mucho más ricos que antes), de políticos que apenas ayer eran opositores, de exministros que ahora pretenden hacer lo que no lograron estando al frente del poder judicial. Y en medio de todo esto un pueblo que no tiene derecho a la salud, a la educación, a la seguridad y a la libertad. No hay autocrítica, lo que nos ofrecen es continuidad. Por eso necesitan las dos terceras partes del Congreso, para disminuir la República, los contrapesos, minar la democracia y nuestra Carta Magna. En pocas palabras, para la lógica maquiavélica que prevalece en el gobierno el fin justifica los medios. Aunque estos sean inconfesables.

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