En los últimos días se ha dado un intenso debate a propósito de las iniciativas de adscribir la Guardia Nacional al Ejército y mantener la presencia de éste en las calles hasta 2028. No es cosa menor lo que acaba de aprobar el poder legislativo (esperemos que el bloque de contención en el Senado impida que pase la segunda), pues viola de manera flagrante la Constitución. Y lo más grave, se violentan con ello derechos humanos y libertades. Más allá de la abierta intención de romper la alianza opositora con la decisión unilateral del dirigente del PRI de apoyar a Morena a cambio de salvar su pellejo, lo verdaderamente grave es que muchos de los que ayer fueron defensores del regreso del Ejército a sus cuarteles ahora se contradicen. Ya no se apuesta por fortalecer a una policía civil local, sino por militarizar la seguridad pública explotando maniqueamente el miedo que se ha generado en la gente por la inseguridad que ha alcanzado niveles nunca antes vividos en el país. La incompetencia para resolver el problema se pretende ocultar con una falsa solución. Se ha insinuado incluso que quien no comparte estas decisiones está en contra de nuestras Fuerzas Armadas. Eso no es cierto. Se trata de defender una institución cuyas tareas tienen que ver con la seguridad nacional y el auxilio de la población cuando un desastre natural la asola. De mantenerlas alejadas de labores para las que no han sido capacitadas y preservar con ello su prestigio. De que se conserven como una institución respetable que está al servicio del país y no de un determinado proyecto político y mucho menos de un solo hombre.

Me tocó ver su actuación durante los huracanes Ingrid y Manuel en Guerrero, o en los terremotos de 2017 en Oaxaca y Chiapas y observar el cariño y agradecimiento que les tiene la gente cuando lo que ofrecen es un brazo y no un arma. Conjuntamente con ellos, se capacitó a miles de mujeres para poner en práctica los comedores comunitarios y observé cómo en comunidades, por ejemplo, de la Montaña de Guerrero, al principio eran rechazados, para después salir con muestras de gratitud que conmovían hasta las lágrimas pues se trataba de labores humanitarias. Pero, también escuché en muchas ocasiones el reclamo de la tropa por enviarlos a tareas que tenían que ver con la seguridad en las calles, muchas veces en condiciones inhumanas, para después ser sometidos a juicios severos por no saber actuar ante esas circunstancias. Por ello, en lugar de defender las estamos condenando al desprestigio, renunciando a una verdadera visión de izquierda que debería apostarle a tener una policía local fortalecida, capacitada, y cuyo contacto con la población sea para preservar sus derechos, entre ellos el de vivir sin violencia. Es cierto que la sangre corre a lo largo y ancho del país por la estrategia fallida de “abrazos, no balazos” ante el crimen organizado. Que este sexenio rebasa a los anteriores en homicidios, desapariciones y feminicidios. Que el miedo permea a todas las capas sociales, pero eso es responsabilidad del gobierno y no se resuelve con la militarización de la seguridad pública. Por el contrario, una Guardia Nacional militarizada y la permanencia del Ejército en las calles sólo nos conduce a la paz, pero a la paz… de los sepulcros.

Política mexicana y feminista

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