La justicia penal se mueve entre contradicciones, dilemas y paradojas. Es la expresión más severa de la justicia, porque puede disponer de la libertad y, en ocasiones, de la vida de los ciudadanos. Por eso es necesario examinar con infinito cuidado los medios, los métodos y los resultados de esta versión de la justicia, espejo en el que se mira el rostro del Estado.

A fuerza de legítima, la justicia debe dar a cada quien lo suyo, que no es lo mismo para el inocente y para el culpable. Para aquél, protección y libertad; para el culpable, sanción adecuada. A despecho de un discurso oficial cada vez más distanciado de la realidad (y, por lo tanto, de la verdad y de la moral) sabemos que en México prevalece la impunidad: arraigada y manifiesta. Y conocemos que el mazo de la justicia suele caer sobre ciudadanos que no han podido acreditar su inocencia, confiados en que corresponde al Estado, no a ellos, probar su responsabilidad.

En esta columna me he ocupado de algunas zonas oscuras de la justicia penal. Las hay cuando se abstiene de sancionar a los culpables y cuando victima a los inocentes. Conviene volver a este tema. Los desaciertos de nuestras leyes penales y los errores y omisiones de las políticas en esta materia —dejo a salvo a quienes honran su misión justiciera— están elevando la población de las cárceles. Este brote demográfico tras las rejas no se ha traducido, por cierto, en una reducción del crimen.

En 2008 consagramos en la ley un dogma ético que debe conducir la justicia penal: presunción de inocencia. Implica que nadie debe ser sancionado, a título de culpable, si no se ha comprobado su responsabilidad penal. Y también anunciamos que se optaría por desarrollar los juicios penales con libertad del inculpado, salvo excepciones contadas en las que fuera indispensable echar mano de la privación de libertad (castigo anticipado, que se cubre con el manto de “medida cautelar”). Sin embargo, hay un elevado número de presos sin condena (presuntos inocentes a los que se trata como culpables). Esa es la condición del cuarenta por ciento, aproximadamente, de la población carcelaria. Agreguemos una modalidad indigna del Estado de Derecho: la preventiva oficiosa.

A propósito de la justicia penal, en el ámbito al que me he referido, mencionaré un “caso de la vida real” que atrae la atención del público, y la merece: la prisión preventiva de Rosario Robles, al cabo de más de dos años sin sentencia. No tengo ni he tenido relación de amistad, profesión o militancia con aquélla. No puedo decir, ni remotamente, si es culpable o inocente de los hechos que se le atribuyen (que no son, por cierto, hechos de sangre o delitos que comprometan la paz o la seguridad de la República). Sólo puedo ponderar su caso por lo que informan los medios, pero también por lo que dictan la ley y la razón.

Desde esa perspectiva, me pregunto —como muchos— si se justifica retenerla en prisión. ¿De veras existiría peligro de evasión, que no pueda enfrentarse con otras medidas cautelares más razonables? ¿Realmente se hallaría en riesgo la marcha del proceso? ¿Habría una amenaza grave para supuestas o reales víctimas o para la sociedad en su conjunto? Pasa el tiempo y no hay respuestas persuasivas para estas preguntas. De que las haya depende la liberación o la prisión preventiva de la inculpada, y también algo más: el crédito que merezca la justicia penal.

Profesor emérito de la UNAM

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