Arnoldo Kraus ha traído a estas páginas una pregunta sugerente: ¿para qué sirven los periódicos? (EL UNIVERSAL, 27 de junio). La pregunta consta en un artículo que Kraus exhumó, publicado en un diario ecuatoriano en 1884. Las respuestas corren a cargo de aquel artículo y del propio Kraus: los periódicos también sirven, dice éste, para denunciar satrapías.

En el conjunto de respuestas, unas son nostálgicas, sobre usos convencionales de los periódicos leídos; otras son belicosas. Aquéllas mencionan la aplicación del papel a menesteres domésticos. Las segundas rescatan la eficacia combativa de columnas atrevidas. A esas respuestas agrego una función adicional. La propongo a partir de la fecunda experiencia que actualmente nos obsequia un gran proveedor de noticias y opiniones.

Ese proveedor es un hombre poderoso (ya saben quién). Los periódicos son un objetivo de su fuerza. Hacia ellos endereza nutridos desvaríos. Se halla en la línea de las dictaduras clásicas (la nuestra es apenas semiclásica, salpicada con gotas de actualidad). En éstas, el gobernante utiliza su poder (a despecho de las Constituciones, catálogos de promesas incumplidas) para sofocar la crítica de reporteros y columnistas. En estos casos, los periódicos han sido pasaporte para ir a prisión o a peor destino, aunque los hubo que no se arredraron y mantuvieron vigente su voz.

El poderoso proveedor del que me ocupo en esta nota, cercado por los medios de comunicación que vigilan sus palabras y sus movimientos, opera como declarante supremo y universal. Propala noticias y opiniones que los periódicos recogerán y los columnistas exprimirán hasta la última gota de jugo noticioso o editorial. Inscrito en la especie de los vocingleros (con pleno derecho, no faltaba más), tiene a su alcance una tribuna eficaz para informar al país y ampliar su feligresía (la del orador, no la del país). Se vale de largas parrafadas en matinées cotidianos, que luego repicarán en las páginas de los periódicos.

El declarante acostumbra posar su mirada y ejercer su poder sobre algunos compatriotas a los que propina andanadas de improperios. Entonces individualiza a los reos e ilustra sus imputaciones con amenas viñetas, colmadas de números y fechas, a todo color. Otras veces arremete contra grupos levantiscos: las clases medias, por ejemplo, tan vituperadas por su aventura en las urnas de la más reciente elección. El declarante también lanza esa mirada contra periódicos de amplia circulación (todavía), a los que atribuye los males de la república atribulada. Se yergue en la tribuna y proclama, a todo pulmón, las culpas de los periódicos y de quienes en ellos pululan como agentes de oscuros complots. Les atribuye “guerras sucias” y animosos combates en contra de las políticas con las que el poderoso redime al pueblo de la pobreza y el error (con estupendos resultados, por cierto).

He agregado, pues, una nueva respuesta a la pregunta formulada por el artículo ecuatoriano y por mi amigo Kraus, autor de la exhumación. Cierto que los periódicos sirven para las mil cosas que dijo el antiguo diario y para la que agrega, incisivo, nuestro colega de EL UNIVERSAL. Pero también sirven como objetivos para los proyectiles del poder. El proveedor de noticias y formador de opiniones puede reunir sus enconos y dirigirlos contra los periódicos. Éstos, mensajeros de las desgracias, deben pagar el precio de los males que denuncian. Aquí, como en otros escenarios patéticos, el mensajero es el culpable de la mala noticia que transmite y debe afrontar el precio de esa culpa. Duro con él.

Profesor emérito de la UNAM

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